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Martina Martínez Tuya 

 

El porvenir de nuestras escuelas (I)

(Artículo publicado en Granada Digital, Plaza Nueva)

      05/02/2004

 

        Tomo prestado el título de Nieztche. Con ese título dictó unas conferencias en las que ya dejaba constancia de una educación que hacía agua, que según él iba por muy mal camino. Centraba su análisis en los cambios que se habían producido en la enseñanza cuando se abandonó lo que había sido la tradición de la escuela y de lo que sería la equivalencia con los institutos: la enseñanza - en palabras LOGSE y desde ahí hasta hoy - no universitaria. Para él, las escuelas habían sido víctimas de una franca contradicción: ' ... por un lado la tendencia a ampliar y difundir lo más posible la cultura, y, por otro, la tendencia a restringir y debilitar la misma cultura' Explicaba el origen de esa contracción diciendo: ' ... la extensión procede de los dogmas preferidos de la economía política de nuestra época. Conocimiento y cultura en la mayor cantidad posible; producción y necesidades en la mayor cantidad posible.

      Felicidad en la mayor cantidad posible' Así seguimos y de forma llamativa el fenómeno se acentúa con las opciones políticas que dicen rechazar el consumismo. La consecuencia de esta tendencia a hacer de la cultura algo universal y demagógicamente fácil lleva a lo que dijo Nieztche: '... a debilitar la cultura hasta tal punto, que llega a no poder conceder ningún privilegio ni garantizar ningún respeto'. Lo que sigue es particularmente importante y hoy día podemos comprenderlo con la claridad que entonces quizá escapaba a muchos. Se trata de una de esas frases redondas, que se pueden retener y que sirven para interpretar muchas situaciones que en principio parecen incomprensibles. Cito textualmente: ' La cultura común a todos es precisamente la barbarie' Debería, al menos, servirnos para considerar ese igualitarismo que baja, baja, vuelve a bajar hasta que se topa, precisamente, con la barbarie.

      La escuela, las instituciones educativas tienen sentido en la medida en que puedan educar, transmitir una cultura que no puede adquirirse por mera inmersión, por el mero hecho de ir creciendo en un hábitat. Ese es su sentido y eso implica un esfuerzo tanto de profesores como de alumnos, sin olvidar a los padres y dando por hecho que exige una cualificación por parte de los profesores, un climax, una secuencia que combina lo individual, lo distinto - incluso lo diferente - y la exigencia de que esa transmisión ha de hacerse en grupo ( por razones económicas entre otras). He leído últimamente muchos textos con lamentos sobre los males de los centros, sobre el fracaso escolar, sobre los problemas sociales presente y futuribles que tienen su origen en la falta de autoridad, en la falta de implicación de los padres en la educación de los hijos, en las deficiencias de las leyes, en todo menos en el detalle de lo que se hace día a día, hora a hora, clase a clase en las aulas. Obviando, en definitiva, lo que constituye la realidad de la situación educativa, la realidad de los centros, su razón de ser.

      Todo son intentos de educar en esto y en aquello. Todo son deseos u órdenes ministeriales o de otro rango sobre la inclusión de alguna educación con una precisión añadida. Se gastan millones, esta vez de euros, en promocionar la lectura, la convivencia, el sexo seguro, la salud y un largo etc. de intentos de conjuro de todos los males, pero no se dice nada sobre lo que hacen los escolares en las aulas en el día a día, y lo que es peor, tampoco se cuenta de ninguna manera con ello. Hablar de lo que se enseña y se aprende en las distintas áreas y cómo se hace o se deja de hacer está ausente de las disquisiciones sobre educación. Eso es tabú. No sé si realmente tabú o si lo que sucede es que han ganado la partida los pedagogos a la violeta y sus seguidores en la docencia y todos están convencidos de que la cultura, esa cultura racionalista ilustrada que está en el origen del mundo en el que vivimos y que asume, critica o integra las tradiciones de las que procedemos, no sirve para nada, de que el aprendizaje sistemático sólo es una forma de coacción intolerable. Empiezo a pensar que puede ser cierto. Cierto y muy peligroso si no se hace algo al respecto, y si no se hace pronto.

      Ha llamado la atención el último libro de Steiner en el que afirma que es posible 'aprender y enseñar' y cree, con buen criterio, que es preciso decirlo, que puede ser novedoso decirlo. ¡ Hasta ahí hemos llegado! Sí, hemos llegado hasta ese punto en el que son muchos los docentes que ya no se sienten capaces de conseguir ni enseñar ni que sus alumnos aprendan cualquier cosa que sea - aunque se trate de algo en apariencia tan simple como estar sentados en sus sillas o callados un momento, no digamos dar cuenta de cualquier progreso en lectura, escritura o cosas más complejas. No es menos cierto que siempre la atribución de 'la culpa' de esa situación no tiene muchas variaciones: los padres, la sociedad, la administración, las leyes vigentes y en mucha menor medida los errores educativos de los colegas. Esa impotencia ha sido como una ola que va arrasando centro a centro, clase a clase. Lo más grave es cómo se enfrentan a la situación, cómo interpretan la realidad y qué conclusiones sacan. Se diría que para muchos la situación ha de ser cambiada mágicamente por alguien con poder, con un poder que tome medidas drásticas que acaben dando como resultado que cada año los alumnos que en septiembre se sienten en sus clases sean otros, sean: educados, atentos, capaces.

      Otros creen que se ha llegado a un punto sin retorno, a un punto en el que lo mejor sería cerrar los centros, renunciar a educar. Quedan los nostálgicos aquellos de 'la imaginación al poder' que aunque les lleguen a pegar los alumnos siguen reclamando la autonomía, la libertad de cátedra, su propia libertad y rechazando la realidad porque no ha sido como la dibujaban sus sueños.

 

 

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