Estos días hay
noticias frescas en el campo educativo. La Ministra, la Consejera han hecho
sus declaraciones sobre las medidas con las que intentarán minimizar el
clamor que se ha levantado sobre el nivel de los alumnos y también, aunque
menos, sobre los problemas de disciplina en los centros.
No hay que
dejarse engañar. La Ministra está muy interesada en que no sigamos quedando
tan mal y ya se habla de soluciones de apoyo a los alumnos con dificultades.
Ha hablado claramente de un apoyo fuera del horario lectivo. ¡Menos mal! Al
menos, empiezan a comprender que todo refuerzo, apoyo, tutoría… tienen que
ser, no en lugar de una clase, sino además de una clase.
Dicho esto,
cuando se concreta lo previsto empiezan los problemas.
¿Cómo se va a
apoyar el marasmo? ¿Quién se va a ocupar de recuperar a esos alumnos que no
prosperan?
La Ministra ha
hablado de una tutoría llevada a cabo por alumnos de Bachillerato. Ha
hablado de un refuerzo a cargo de alumnos de Facultad.
No entiende que
si dar clase en la situación actual es con frecuencia un intento fallido,
qué dotes, habilidades pedagógicas no requiere una recuperación de
destrezas, una puesta a nivel en un tiempo record tanto en cuanto a la
relación profesor-alumno como en tiempo de aplicación de un programa.
Parece ser que
serán los propios centros los que decidan sobre estos asuntos, contraten al
personal etc. ¿Creen acaso que recuperar alumnos es como organizar un
comedor escolar o unas actividades lúdico-deportivas?
A malos tiempos
para los profesores pueden seguirles los peores. Cualquier medida exigirá
una coordinación y toda coordinación exige un programa marco sobre el que
coordinarse. Un programa, una programación de aula que no sea un bla, bla,
bla, copiado del libro del profesor o bajado del servicio de la Web de la
editorial, o reimpreso de las programaciones de cualquiera sabe cuántos años
atrás. Toda coordinación exige, para ser algo más que un cúmulo de horas
perdidas, una evaluación inicial de los alumnos, minuciosa y operativa desde
la perspectiva de una secuencia perfectamente definida de lo que ha debido
ser el progreso estándar. Desde ahí hay que elaborar lo que se considere
como una ruta mínima con posibilidades reales de ser seguida por los alumnos
y con posibilidades, también, de abrir caminos a los alumnos con mayores
dotes o niveles. ¿Existen esos marcos? ¿Existe la posibilidad de programar
en esas condiciones visando el pasado y el futuro deseable pero realista de
cada escolar?
Será inútil
buscar algo así en la mayoría de las programaciones de los Departamentos. No
lo hay, pero tendrá que haberlo si no se quiere que el apoyo sea un elemento
más de perturbación, de enfrentamientos y de fracaso.
Es prematuro
saber cómo se van a diseñar esos planes de choque, pero todo docente debe
saber perfectamente la normativa de los curriculos. Lo primero será ir a
ellos buscando realmente un marco para programar y no pensando que “son
tonterías de los pedagogos”.
Demasiados psicólogos y pedagogos a la violeta: reformistas, progres y
retroprogres, ingenuos, desconocedores de lo que son las clases, de
tremendos recuerdos- según dicen- de su experiencia de alumnos han
conseguido desacreditar todo el trabajo que durante siglos se ha hecho para
hacer más fácil lo muy difícil – lo casi imposible muchas veces -: la
educación de los niños y jóvenes cuando se quiere superar la cultura popular
que se transmite por inmersión. No ha ayudado la tradición, ni de la escuela
ni de los institutos. Esa tradición ha sido el campo abonado sobre el que se
han podido sembrar los yerbajos que tenemos.
Sin entrar en
detalles, puede afirmarse que la tradición tiene lo que puede considerarse
una práctica docente, pero también lo que sería una especie de ideal no
explicitado, muchas veces incluso negado, en relación con el trabajo de los
profesores.
La
escuela porque, en su versión escuela pública, arrastraba las penurias
económicas e ideológicas de un país que siempre la consideró superflua, algo
que había que tener pero de lo que no cabía esperar, ni interesaba esperar
gran cosa. En la versión colegio privado, de pago, (nunca quiso llamarse
escuela) su tradición era la de conseguir como fuera que los alumnos
aprendieran lo funcional y lo elemental para pasar al Bachillerato, a costa
del trabajo más repetitivo y una disciplina férrea. En la versión de colegio
privado, religioso por lo general y para pobres, dominaban los intereses
catequísticos y de normalización social, actuando eso sí con alumnos muy
seleccionados – aunque nunca se quiera admitir – y con condicionamientos que
muchas veces eran claras amenazas sobre el futuro de dichos alumnos.
Los institutos,
pocos, y con un profesorado mayoritariamente de buena cualificación y no
siempre mucha vocación docente, se organizaron siempre imitando el modelo
universitario. Alumnos seleccionados que iban seleccionándose más y más
según avanzaban los cursos. Alumnos capaces y motivados o alumnos claramente
apoyados por sus familias o los profesores particulares.
Los colegios
privados hacían esfuerzos ímprobos por sacar adelante a muchos alumnos que
nunca hubieran podido sobrevivir en el instituto. Para los bien dotados,
trabajo, trabajo. Diplomas de honor, parabienes, reconocimientos siempre que
fueran dóciles. Para los menos, trabajo, trabajo, repetición, más
repetición. Profesores particulares, internados, castigos, premios. Vidas
entregadas a superar “los estudios”. Libros a memorizar, problemas a
memorizar, traducciones a superar como fuera. Con todo, algunos abandonos.
Con todo, repeticiones de curso, atascos en el examen de estado o en las
reválidas. Abandonos hacia la “Cultura General”, las vocaciones religiosas,
las preparaciones para los trabajos burocráticos. Abandonos sin más a los
que nadie llamaba fracaso escolar.
Todos ellos
trabajando paso a paso sobre un marco reducido que debía, eso sí, ser
dominado.
Quizá algún día
dedique un artículo a los Planes de Bachillerato que ha habido. Destacarán
las pocas asignaturas que había y el tiempo que se les dedicaba. Se trataba
de dominar lo propuesto. Algo muy concreto y perfectamente delimitado en los
libros u otros materiales.
Profesores que
tenían un texto de formato cartesiano que explicaban a sus alumnos. Alumnos
que tenían el mismo libro. Que estudiaban hasta que dominaban la lección.
Que eran requeridos para recitarla (curioso el verbo) al día siguiente.
Profesores con un libro que tenía problemas, análisis o traducciones que ya
estaban resueltos. Alumnos que tenían el mismo libro, pero sin soluciones.
Alumnos que eran requeridos al día siguiente de una explicación, o sin
explicación, para salir a la pizarra y escribir los problemas, el análisis o
la traducción. Exámenes al trimestre. Notas medias más o menos rigurosas. En
la privada mucho menos y con extrañas formas de “subir nota”. ¿Cuántos
alumnos necesitaban un profesor particular para hacer su trabajo? Muchos más
de los que quieren acordarse de ello.
El ideal
interiorizado era siempre el del profesor en su clase, dueño de su clase,
señor de su clase. El maestro en su escuela era el rey de la escuela. Un
ligero temblor cuando se anunciaba la visita del inspector, pero sólo un mal
menor. Algo olvidado en cuanto que el coche del inspector desaparecía de la
calle.
Unidos en
defender su clase como incuestionable, como inasequible, como algo
absolutamente privado. Unidos en sentirse libres siguiendo el libro, aunque
eso sí, recortando, olvidando temas, dejándolo a medias. Unidos en el odio a
los exámenes, a todo tipo de pruebas.
Unidos en el
rechazo a programar, a responder de lo supuestamente programado. La escuela
se decía más pedagógica, pero en realidad confiaba en lo vocacional – que
muchas veces no era sino un modus vivendi – y en la tradición de aquellas
escuelas de primeras letras. Detestaba contar con el tiempo, responder de un
rendimiento. Buscaba la manera de conseguir el abandono de los alumnos más
problemáticos.
El instituto lo
consideraba como algo incompatible con su nivel académico. Pensar en lo
pedagógico era tanto como descender a los supuestos de la escuela.
Hubo grandes
maestros y grandes profesores. Doblemente grandes por trabajar con la
indiferencia de la Administración y las miradas suspicaces de los colegas.
La realidad
social de los sesenta llevó a una ley que intentó, quizá, adaptar la
enseñanza a una sociedad que por primera vez tenía – entre otros consumos –
el de la educación.
Ni la escuela
ni el instituto han conseguido entender la nueva demanda.
Los profesores
tienen que ser conscientes de en qué medida su ideal de docentes no se
ajusta a esa ya vieja demanda que sigue ahí perturbando su trabajo,
haciéndolo imposible como toda realidad que se niega. Desde ese momento nada
ha sido igual. Todo sin resolver desde entonces. Todo intentando ser eludido
con recetas progres o con una resistencia numantina por defender unos
pasados que nada tienen que ver con el presente y que fueron no demasiado
presentables.
Mientras el
profesor no comprenda que él es la escuela, que él es el instituto. Mientras
no se dé cuenta de que nadie va a ayudarle como no sepa dónde está y qué
tipo de ayuda exactamente necesita. Todo, incluso lo más acertado y mejor
intencionado, sólo servirá para crearle más problemas.
Estos son
tiempos en los que ya no es posible dar la espalda a la situación. Todo
sigue dependiendo del profesor. Él es el docente. Él es el experto, el
profesional y tiene que responder. Eludir esa responsabilidad, esperar lo
imposible sólo le llevará al descrédito.
|