Martina Martínez Tuya

 

A Madrid ida y vuelta

 

Fragmentos    

            

      La gente ya no habla en los trenes. Los compañeros de asiento ya no se dirigen la palabra. Pasan, te rozan, se disculpan y apenas si intercambian una mirada fugitiva. El viaje en tren se ha convertido en un viaje hacia la soledad de cada uno, hacia la vida de cada uno.  

      Mis viajes son mi tiempo, ese en el que no voy a ser interrumpida, ese en el que no existen obligaciones ni llamadas, ni nada a lo que atender. Mis viajes son mi música, la que me hace mirar por la ventanilla y empezar un diálogo con el paisaje. La  música que me lleva lejos, a veces muy lejos  y que me devuelve al lugar, a la hora, al tiempo en el que liberada de todo puedo encontrarme y sorprenderme entretenida en el tejer y destejer de todos los sueños, de todas las ilusiones, de todas las quimeras; también de todas las tristezas.  

      Dentro de poco las retamas que a mí me gustan parecerán mimosas, mimosas enanas trasplantadas desde el verdor del norte al monte pajizo de la primavera avanzada del Sur.

      (pag. 16)  

 

      ¡Aquello, aquel paisaje, era La Mancha pero no lo era!

      Estaba oscureciendo. Me quedé asombrada. El paisaje, a lo lejos, era un paisaje de luz, sólo de luz. Una bahía de luz brillante dibujada sobre el horizonte, hecha de un rompimiento de nubes negras que, al llegar a unirse con esa infinita llanura que ya no tenía luz, se convertía en una ribera de sombras como las montañas que rodean un lago.

      Íbamos hacia la noche. Un talud y otro, y otro más nos dejaban en la oscuridad. Salir era estar fija en la luz intensa y ligeramente rojiza que un sol ya puesto hacía llegar al cielo.

      Irreal aquel paisaje inexistente, hecho sólo de cielo, en el cielo, amenazando con desaparecer de un momento a otro; esperándonos - sin embargo - después de la oscuridad a la que nos obligaban los terraplenes, los cerrillos cercanos a la vía.

      (pág. 37)    

 

      Un taxi. Cinco minutos para el reencuentro. Cinco minutos para atravesar el jardín en el que sólo quedan vivas las bolas de boj que marcan el paseo de la casa y la terraza.  

      Huele a leña, a una chimenea encendida allí cerca. La ventana del salón no tiene cerrados los postigos. La ventana del salón me espera. Las prímulas del alfeizar, llenas de flores todo el invierno, están a punto de tiritar. Necesitan que yo llegue para que el postigo las resguarde, para poder dormirse como cada noche protegidas del hielo, del viento, de la escarcha.

      Noches largas, felices. Noches de charla hasta la madrugada. Sólo unas horas, pero unas horas mágicas, maravillosas.

      (pág. 45)  

 

      Siempre me encantó El Retiro cuando los plátanos de sombra contrastan con el amarillo un poco rojizo de los castaños de Indias de algunos paseos del parque o que se alternan con los álamos en lo que fue un jardín inglés. Siempre había atravesado de Menéndez Pelayo a Alfonso XII cuando los plátanos se encendían en oro viejo y desafiaban las primeras noches de helada.

      De niña adoraba acudir al paseo de las Estatuas en las tardes que seguían a los días de viento. Las hojas de los plátanos, muertas ya y en el suelo, eran un mar crujiente en el que era fácil avanzar inmerso en el ruido susurrante de las hojas secas. Las despedíamos tan alto como era posible en una marcha  como la que rompe el agua de un río.

      Aquí es distinto. Está el río, están los chopos, las acacias y los tilos. Todos de acuerdo en vestirse de amarillo.

      (pág. 84)  

 

      Mamá en su mundo pero tan ella misma. Mínima pero bien. Cariñosa, deseosa de cariño. La veo y no puedo con la pena de haber dejado de sentirla viva. No sé si, a pesar de todo, volveré a tenerla presente cada día, cada poco, como antes cuando venía a verla a su casa.

      Llegué esta mañana en el primer tren. Venía temiendo encontrarla porque sé que tengo que hacer un enorme esfuerzo para sonreír, para parecer dichosa, para que me crea convencida de que su mundo es el mejor de todos los posibles.  

      Me voy con la pena de verla tan dulce, tan con ese fondo de ella misma, pero tan lejana. Es imposible contarle nada, descansar en ella mi vida cansada. Habla y le gusta que le hablen, pero tiene que ser como si fuera una niña, como si estuviera en el mundo de los cuentos donde todas las cosas son estupendas, donde hasta los recuerdos de lo más trágico se cubren con el velo de la distancia que tapa sus aristas, que los deja reducidos a un recuerdo con la cara más amable.

      (pág. 110)  

 

      Son las tres y recorremos ya los campos de La Mancha.

      Viñas de sarmientos aún cortos de un verde tierno y suave destacando sobre la tierra roja que la lluvia oscurece y lleva hasta casi el bermellón.

      Lindes de malvas, sólo de malvas, altas y decididas a crecer y crecer en esta primavera de aguaceros y tiempo casi frío. Malvas dispuestas a resarcirse de varios años de sequía.

      ¡Malvas en líneas azuladas separando las tierras rojas!  

      Hay niebla, o parece niebla y sólo es lluvia fina que borra las lomas y hace desaparecer la cordillera entrevista a lo lejos.  

      Hemos llegado al monte bajo, oscuro y fresco bajo la lluvia.

      Campos de mies alta y madura.

      Encinas grandes moteando el paisaje amarillo.

      ¡Más olivos y otra vez el monte!  

      Baldíos y encinas. Trigos verdeando aún. Charcas junto al terraplén.

      ¡Estamos en Córdoba!

      (pág.152)  

 

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