La educación en la familia
JUVENTUD Y SOCIEDAD
(Artículo publicado en Granada Digital, Plaza Nueva)
6/6/2002
Perdida la batalla
de conseguir que los alumnos entren en una vía de disciplina aceptable,
que los niños y los jóvenes se comporten con las demás personas, -
incluidas las que consideraríamos sus iguales -, dentro de un mínimo de
modales que hagan posible la convivencia y que no destrocen el entorno,
la Administración, los articulistas de este y de aquel periódico, los
profesores, y, por supuesto, el común de las gentes que los soportan
hablan ya sin rubor de la responsabilidad de la familia, de una
responsabilidad que, según ellos, no es compartible con nada ni con
nadie.
Los 'valores', como dicen los más puestos, se inculcan en la
familia. La educación, los modales, como dicen los más, es cosa de la
familia. A este coro se suman los profesores que, con un lenguaje o con
otro, están de acuerdo en que los niños han de llegar 'educaditos' a la
escuela y que ellos, los profesores, lo que tienen que hacer es
enseñarles matemáticas, lengua o lo que sea. Nada de esto impide que
todos estén de acuerdo con que los niños desde bien pequeños vayan todo
el día a la guardería, o que se escolaricen a los tres años, o que se
amplíe el horario de los centros para que puedan estar allí desde las
ocho y media hasta las siete y media. Todos están, también, de acuerdo
en que 'antes, era la familia la que educaba'. Yo no sé por qué empiezo
a pensar que debo de ser de los pocos que tienen memoria. Los niños,
antes, en ese antes idílico del que hablan, se educaban según su
situación familiar. Los niños bien, con las niñeras, las nurses o las
institurices, según categoría y preferencias de las familias. En cuanto
que tenían edad para la escolaridad - algunos incluso antes de tenerla -
los mandaban internos o medio pensionistas. Internos de verdad, de los
que sólo iban a casa en vacaciones; cortas, mucho más cortas de lo que
ahora suponemos. En las familias menos pudientes, de clase media, los
niños estaban en manos de las muchachas o de la niñera y en cuanto que
iban al colegio podían, ellos también, ir internos o medio pensionistas.
Pocos volvían a sus casas a comer, menos aún pasaban el tiempo que
quedaba antes de la hora de acostarse con sus padres.
Eran las familias de clase media baja, la clase media baja de
entonces, los que más estaban con sus hijos, los que personalmente más
se ocupaban de ellos. De todas formas, coincidían en aquello de mandar
los hijos con las monjas o los frailes de este o aquel colegio ' para
que los educaran' y eran efectivamente aquellas monjas y aquellos
frailes los que les educaban, duramente incluso. Si un chico o una chica
se desmandaba, si no respondía a los modelos era amenazado por sus
padres con mandarle a un colegio más riguroso o interno si no lo estaba.
Aquello no era una falsa amenaza y los chicos lo sabían. Aislado, lejos
de todos, sería sometido a una educación rigurosa. Castigos, situaciones
a veces muy penosas, intentaban reconducir al díscolo. Lo dejaban allí
hasta que pasara la tormenta, hasta que el adolescente dejara de serlo y
no supusiera una amenaza ni para sí mismo ni para su familia. Los otros,
las clases que se llamaban populares, habían tenido una forma, digamos
que comunitaria, de educación. Los vástagos de esas clases se educaban
en la calle, en el campo allí donde ese era el entorno. La necesidad les
ponía no pocos límites. El pueblo como tal hacía el resto. Si un
chiquillo hacía en cualquier parte algo mal, el primero que lo veía le
daba el bofetón correspondiente o le amenazaba con delatarle a la
familia, lo que era igual a una torta diferida y un poco más violenta
por aquello de haber puesto a la familia en una situación nada
apetecible. Con todo, aquellos niños tenían más libertad, más lugares
fuera del control del adulto, pero también más llenos de peligros. El
insensato bien podía perecer en una caída, en un juego arriesgado. El
más débil optaba por replegarse en su casa o salir protegido por un
hermano mayor o algún primo o vecino. La realidad con la que trataban
era dura y se volvían prudentes a la vista de las consecuencias.
Eran violentos a veces, pero a nadie sorprendía que pájaros,
perros, alimañas fueran sus víctimas. El trabajo les esperaba muy pronto
y el trabajo había que tomárselo en serio. El adulto era entonces el
patrón y los compañeros mayores no tardaban en hacer del neófito el
objeto de sus bromas o la víctima de su violencia. No había
adolescentes. Aquellos chicos no tenían tiempo de ser adolescentes. No
conocían el aburrimiento. Las chicas aún lo tenía mejor o peor - según
se mire . Obligadas a ayudar en casa desde muy pequeñas, a ser
responsables de los hermanos, de las tareas, de acompañar a los abuelos,
las niñas trabajaban mucho antes que los chicos aunque a ellas nadie les
pagara. Todos las hacían más y más responsables y todos se creían con
derecho a castigarlas o pegarlas si sus modales no eran los requeridos.
La costumbre, la tradición , el qué dirán de siglos las educaba dentro y
fuera de la casa. Las que se incorporaban a la fábrica, pocas, o a un
pequeño empleo o a servir en una casa debía dominar el arte de
comportarse.
No sólo se han olvidado estos detalles, sino que se ha
olvidado su sentido. Es significativo el deseo de las actuales clases
medias de deshacerse de la tarea de educar, delegando en otros como
siempre, a pesar de los cambios de lugar y de sociedad. ¿ Qué es una
planta diáfana, o esa zona común en la que no falta un lugar para el
deporte ( que se identifica con el juego o los juegos) ? Es un sucedáneo
de ' la calle ', un lugar en el que abandonar a los hijos cuando salen
del colegio. La calle era educativa; la calle de hace algunos años por
lo que ya he dicho y por lo que se esperaba de ella. ¿ Qué vecino del
bloque se atreve a regañar al niño del cuarto? No digo ya a darle un
tortazo. ¿ Quién se atreve a denunciar al díscolo a sus padres? ¿ Cómo
quieren que la escuela compense ese abandono? ¿ Qué fue, qué queda de
los internados - de los que eran realidad para los chicos y de los que
eran disuasorios para el mal comportamiento? Pero, sobre todo, la
realidad de esa zona común es mínima, no tiene nada que aprender, ni
nada que descubrir, ni nada a lo que respetar para no tener que sufrir
las consecuencias. Es un lugar en el que se dan unas situaciones
artificiales al máximo, inútiles para aprender de la realidad. Inútiles
para aprender a respetar a los demás, creadoras de falsos protagonismos,
de falsas superioridades, ajenas a la vida.
Hay algo más, y lo más importante que se ha olvidado. Se
confundió - y a estas alturas yo diría que muy interesadamente - el
pueblo con el lumpen. No cabe duda que muchos de los que tuvieron una
educación severa en internados y colegios de élite ( aunque también
ellos comieran lentejas con bichos y queso americano los más jóvenes)
envidiaron a aquellos niños que se educaban en la calle, que disfrutaban
de mayor libertad. Olvidaron que esa libertad tenía los límites marcados
por la necesidad y un futuro hipotecado por una formación escolar nula o
deficiente y un trabajo precoz. Aquellos colegios que les forzaron a
estudiar no eran, precisamente, de élites intelectuales - aunque los que
asistieron a ellos digan que sí, por la cuenta que les tiene - sino de
élites sociales o económicas que obtenían ventajas evidentes por asistir
a ellos, por aprender gracias a sus métodos, por ser diferentes de
aquellos alumnos de la escuela pública o de los institutos y no digamos
de los no escolarizados. Puestos a buscar el naturalismo, sobre todo sin
haber leído a Rousseau, y a dárselas de igualitarios y generosos,
adoptaron los modelos lumpen, sin darse cuenta que incluso en esos
modelos el clan, el grupo tiene un poder educador muy autoritario y muy
agresivo para los extraños. Modales de lo peor, de lo más bajo se
convirtieron en marchamo de la progresía. Niñas de las Ursulinas, como
el no va más, diciendo tacos de carretero, muchachos de todos los
colegios bien lanzados a las maneras del arrabal. También marcando
grupos y límites. A falta de otros que hubieran requerido mayores dotes,
los más fáciles: la edad y la situación de autoridad. Atacar a todo lo
que fuera mayor, más capaz, con responsabilidades sobre algo se
convirtió en objetivo. Eso sí, exigiendo un respeto que impidiera
cualquier reciprocidad. Era la fórmula perfecta para que la realidad
social no les impusiera sus condiciones. Jóvenes y no tan jóvenes de los
setenta, ébrios de un mayo francés que nunca vivieron, situados gracias
a sus posiciones de privilegio se emplearon a fondo en deseducar. No
había más héroes que los automarginados. Santones que querían apuntarse
a lo más, comportándose en los medios de comunicación como gentes sin
educación ni principios. No hablaré de los psicólogos de los traumas y
todo lo demás. Tampoco de cómo ya es un milagro que siga habiendo
familias después de la guerra despiadada contra ellas. Los profesores no
sólo no fueron la excepción sino que la mayoría se apuntó a los nuevos
modos. Recuerdo cómo los padres de aquella época se escandalizaban con
los modales de algunos profesores, cómo advertían a sus hijos para que
no los imitaran, cómo intentaban resguardar a su prole de aquellos
salteadores de las buenas maneras. Más de uno ha tenido tiempo de probar
un poco o un mucho de su propia medicina. Más de uno se escandaliza
viendo adónde han llegado las cosas. Acabar con una tradición, con una
cultura, con unos hábitos es fácil. Lo difícil es recrearlos,
reinventarlos, reponerlos. También ha parecido fácil eludir la
obligación de hacerlo, aunque resulta imposible no sufrir las
consecuencias. Rectificar es mucho menos viable cuando se está
imposibilitado para mirar hacia atrás, para recordar, para ver el pasado
y para verse en él. No se tiene ningún futuro si no se está dispuesto a
llevar el análisis hasta el final. Las componendas no valen, las medias
tintas tampoco, eso que ha dado en llamarse las negociaciones menos aún.
No es justo que ahora, después de lo que ha llovido, todos echen la
culpa a la familia.
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