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Martina Martínez Tuya 

 

 

La esquizofrenia de la Escuela  (I)

(Artículo publicado en Granada Digital, Plaza Nueva)

23/11/2002

 

      Empiezo por precisar que, muy en el tiempo actual, voy a llamar Escuela a los niveles de enseñanza reglada que no son la Universidad. Escuela se llamó a la Escuela Primaria, aquella que empezó siendo de primeras letras y que tardó demasiado en abrirse a las clases populares con un carácter general.

      Estaba luego la Enseñanza Media, lo que se conocía como el Bachillerato y que provenía de los cursos preparatorios para el ingreso en la Universidad. Poco a poco el Bachillerato fue haciéndose más autónomo en la medida en que abría campos de estudio distintos y también accesos a las carreras medias y accesos a distintos trabajos con o sin cortas preparaciones específicas.

      Yo fui alumna de una de las primeras promociones del Bachillerato Elemental y bien recuerdo con que desprecio consideraban mis profesores aquella reforma impensable que daba paso, con sólo cuatro años y una reválida, a las carreras como Magisterio, Peritos, Profesores Mercantiles, las diplomaturas actuales en definitiva. Abría aquellos campos, pero sobre todo hacía que ingresaran en los centros de Bachillerato alumnos que nunca lo hubieran hecho de tener que permanecer seis años en ellos. En España no venimos de una gran escuela pública al estilo de la francesa. Tampoco de un sistema a la inglesa que reconocía - como decía Locke que al pueblo le bastaría para educarse en la tradición y la religión. Quizá se entiendan ahora mejor esas escuelas de las películas americanas sostenidas por las iglesias, por los municipios en los que un comité contrataba y echaba a maestros y maestras, ¿ recuerdan alguna? Nuestras escuelas públicas se crearon tarde y mal. Se dejaron en la penuria, en el abandono, en un puro desentenderse de todo lo que no fuera evitar que los maestros y las maestras pudieran ir más allá de enseñar a leer, a escribir, las cuentas, el catecismo,- aunque no siempre fuera religioso -, los rezos, los himnos, las labores para las chicas y cuatro nociones memorizadas de Historia, Geografía, Gramática y poco más.

      En las ciudades no iban a la escuela pública más que los hijos de las familias humildes, y aún esos preferían sufrir la humillación de ser los gratuitos en un colegio religioso antes de estar en una de aquellas clases, muchas veces en un piso, sin calefacción, con unos medios más que precarios y en compañía de otros alumnos que en general no tenían demasiado interés en estar en la clase, en aprender ni en asistir con un mínimo de asiduidad. Escuelas Graduadas más bien pocas, con mejores medios, pero también precarios y sobre todo con un desinterés general por que los alumnos mantuvieran un ritmo de trabajo razonable, aunque eso sí: concursos, murales, fiestas que se preparaban durante días y días.

      Un aparentar más que ser, un utilizar a los alumnos más dotados para ocultar el nivel deprimente de la mayoría. La escuela pública no traumatizaba a los alumnos: solía ignorarlos. Iban a sus clases o desaparecían - según les fuera. Los más pobres y el lumpen no pisaban la escuela, no había escuelas para ellos. En los pueblos, cuando no había ningún colegio privado, todos los niños que estaban escolarizados - lo que quedaba lejos de la totalidad - iban a las mismas clases, aunque no puede decirse que a lo mismo. Unos, se preparaban para el famoso ingreso, otros trabajaban con el estímulo de la clase particular, de las permanencias como se llamó más tarde. Los más aprendían lo que podían si tenían interés y casi nada si no lo tenían o sus dotes no eran precisamente brillantes. Las niñas se iban de niñeras con siete u ocho años o faltaban un día sí y otro también para atender a sus hermanos, o sus abuelos, o ayudar a las madres. Los niños podían ser trilladores a la misma edad, o cuidar el ganado, o escardar, o coger aceituna, o llevar una vaca a la dehesa. No voy a insistir en estos términos porque tendría que hacer una historia triste que demasiados quieren ignorar y que de poco serviría intentar recordársela. Esa escuela que era obligatoria, en principio, desde los siete a los doce años, no sirvió de gran cosa para la ya minoría que asistía a sus clases. En el año sesenta y cinco, cuando yo tuve mi primer destino, la unitaria de los chicos tenía más de setenta alumnos y un número similar la unitaria de las niñas. El promedio de asistencia estaba en cincuenta y algo. Todo un síntoma. También lo era el hecho de que salvo los pequeños todos los demás iban a clase más bien poco, desaparecían un día cualquiera y desde luego no pretendían presentarse a los exámenes del Certificado de Enseñanza Primaria, ni sabían que existían. Leer, tarde y mal salvo que los ayudaran en casa, escribir como para poder valerse y transcribir de alguna forma lo que querían decir en una carta. Cuentas, eso sí. Las cuentas eran el rasero por el que se medía en la escuela pública. Los padres, tampoco todos - pero sí los interesados -, querían que sus hijos supieran ' de cuentas'. En ese genérico se cobijaban los números y sus secretos, codiciados ' para que no los engañen'. Todo lo demás: relleno. Ríos que se aprendían cantando y oyendo cantar si se estaba en la escuela el tiempo suficiente. Historias que acababan siendo comunes y que servían para tener un aquel de sentido patrio o religioso: Viriato, por ejemplo ¿ Quién no había oído hablar de Viriato? Lecciones de todos los cursos, de todos los niveles de la unitaria atentos al dibujo de la pizarra y la historia dicha o leída por el maestro o el alumno aventajado. Tardes de costura luchando con las manos ateridas y los nudos problemáticos como el de la leyenda. Niños y niñas ignorados por la escuela o acogidos en ella sin que fueran parte de su proyecto, sin que para ellos tuviera el más mínimo proyecto. Niños y niñas que un día dejaban el aula y entraban decididamente en la vida de adultos mucho antes de serlo, igualados con aquellos que nunca la pisaron. Durante mucho tiempo eso no fue una carencia para ellos. La escuela podía no servir para gran cosa, pero tampoco era el lugar del fracaso. Para fracasar hay que tener un objetivo, hay que intentar conseguir algo que se cree valioso y al final no poder tenerlo. Aquella escuela no dejaba traumas en los niños. El que no se acoplaba se iba, aquel que no podía ir tampoco la echaba de menos. Era un lugar ajeno y del que nadie esperaba nada o casi nada, las autoridades educativas menos que nadie.

      Las escuelas privadas, que se llamaban colegios y no escuelas, eran otra cosa, otra cosa radicalmente distinta, aunque en ellas el abandono y el fracaso tuvieran salidas honrosa que no eran vividas como fracaso. La exigencia se correspondía con el sistema mismo. La preparación de los alumnos podía ser más o menos coherente con el mundo, con la vida, pero en cada colegio, en cada aula había un equilibrio interno que - explícito o no - era garantía de coherencia, de estabilidad dentro del sistema. ¿ Cómo hemos llegado a una escuela esquizofrénica del todo que cuenta por millares, por millones sus víctimas?

 

 

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