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Martina Martínez Tuya 

 

Profesores "burnout"

       (Artículo publicado en Granada Digital, Plaza Nueva)

     20/07/2003

 

           Profesores que padecen el "síndrome del quemado", ¿cuántos? ¿desde cuándo? ¿Con qué posibilidades de recuperación?

Preguntas que tendrían que encontrar una respuesta antes de la vuelta a clase, antes de ese próximo curso que empezará - para Secundaria- a mitad justo de septiembre y que terminará más tarde que nunca al añadirse a las evaluaciones finales de junio, las finalísimas de recuperación que la Junta de Andalucía no quiere que sean en septiembre, - por el tema de la organización, dicen -.

Burnout, quemado. La palabra en español es muy explícita. No se trata de algo que se ha dorado por el fuego, ni que se ha chamuscado por la misma razón, si no que el fuego lo ha aniquilado en lo que era. Algo que ya no es, que nunca volverá a ser, que no tiene ninguna posibilidad de ser de nuevo lo mismo que era. El profesor quemado no es el que ha tenido una mala racha, una experiencia desagradable un día cualquiera, con un alumno cualquiera, con unos padres, con algún compañero. No es alguien que en un curso ha tenido problemas de salud, o que se le han juntado varios problemas u ocupaciones personales ineludibles y le ha sido más que difícil atenderlas todas. El profesor quemado no renace así como así de sus cenizas, de lo que queda de él como profesor.

El profesor quemado no estará dispuesto para el trabajo porque haya tenido dos ni tres meses de vacaciones. No podrá volver y atender sus clases sólo porque durante los meses del verano haya hecho lo posible por olvidar que es un profesor, que está, o se ve, obligado a seguir siéndolo. Ese olvido, esa huida no le servirá de nada cuando llegue septiembre y los alumnos y él vuelvan a las aulas. Se leía en la prensa de hace unos días: " un profesor que padece el " síndrome del quemado", dice que siempre está hecho polvo, debido a que sus alumnos le hacen la vida imposible. Le insultan a gritos cuando va por los pasillos y cuando le pide a alguno que se salga de la clase, éste le responde que no se va. Se siente impotente y frustrado ante su hipotética " falta de habilidad para transmitir conocimientos". No le gusta suspenderlos."

Con este cuadro, con estos datos, procurados por él mismo , ya es más que suficiente para comprender que las vacaciones no resolverán el problema de este profesor. Su problema, él mismo lo apunta, es de falta de habilidad: no sabe cómo. Su clase, en lo que significa con carácter general una clase, no funciona. Como no funciona se convierte en algo lleno de contradicciones en sí mismo, algo muy difícil de llevar a todos los niveles. Estar en un aula, una hora tras otra, sin que esa permanencia tenga sentido es imposible. Habrá otras muchas cosa que puedan fallar, pero con que falle lo que da sentido a una clase, a esa reclusión de treinta alumnos y un profesor durante dos, tres o cuatro horas semanales en un recinto tan vacío como es un aula y que sólo puede llenarse cuando las propuestas de enseñanza -aprendizaje sean capaces de hacer surgir un interés por el mundo, por la vida, por el conocimiento de la realidad o de uno mismo y si es de ambas cosas mucho mejor, el profesor acabará quemado. Al curso siguiente, si ese profesor es nuevo en el centro puede que sobreviva una o dos semanas, si repite destino no estará a salvo ni dos días.

Pueden hacerse muchas preguntas para encontrar sentido al hecho cada vez más frecuente de esta disfunción esencial en las aulas, de este aumento exponencial de profesores quemados. ¿ Es algo relativamente nuevo?  Antes, ¿ todos los profesores sabían cómo llevar sus clases? ¿Afecta exclusivamente a los mayores, o también a los jóvenes? ¿ Es más grave cuando el quemado es un veterano o cuando es un profesor de poca experiencia? ¿ Hay constancia de que un profesor quemado haya dejado de estarlo? No cabe duda de que el sistema escolar en la medida en que impide - en la práctica - la exclusión de los alumnos y también la consolidación de clases más o menos homogéneas en intereses y niveles ha empeorado mucho las cosas. No es menos cierto que siempre ha habido profesores de los que se han reído los alumnos, que no han sido respetados en absoluto, que han tenido que sufrir el escarnio de sus pupilos. Recuerdo ahora la experiencia como profesor del protagonista de " Le petit chose" de Alfonso Dodet. Recuerdo su temor " a los grandes". Recuerdo también que en algún sitio leí que este síndrome era frecuente entre las institutrices que tenían que mantener la autoridad con unos alumnos que se sabían de superior rango, que podían de hecho hacer que fuesen despedidas en cualquier momento. Había profesores de centros privados que sólo gracias a la autoridad del director conseguían que sus clases no se desmadraran del todo. ¿ Estaban todos ellos quemados? Puede ser. Tenían, en cualquier caso, algún que otro asidero para sobrevivir. La fe, el temor a la necesidad más absoluta, el apoyo - con condiciones - de sus superiores, el hecho de que los alumnos no lo resolvían todo a gritos, ni con los peores modales porque nadie había trabajado tanto como lo han hecho los profesores progres por desinhibir a los alumnos y a la población en general.

   Los profesores jóvenes lo mismo que la mayoría de los veteranos, capaces o no, no quieren superiores, no quieren estructuras que los amparen, no quieren programas que les ayuden a mantener un mínimo de orden en su actividad de clase. Algunos no quieren, no les gusta - dice el profesor quemado del que habla el periódico - suspender a los alumnos. Otros confían en que suspendiendo, haciendo imposible que los alumnos pasen de curso, podrán cambiar sus clases. No quieren asumir que hacen un trabajo, que tendrían para empezar que considerar si pueden hacerlo, si saben y valen para hacerlo.

Un compañero que durante una hora de clase tuvo que bajar tres veces a la Jefatura de Estudios para que subiera alguien a poner orden en su aula decía dos horas después  cuando se intentó ayudarle para que pudiera entrar al día siguiente con los mismos alumnos: " yo no tengo problemas". Cuando a final de curso, y ante el hecho afortunado de su traslado a otro centro con la posibilidad de empezar de nuevo, se le instó a que se preparara para el futuro, a que reflexionara sobre lo sucedido, sobre lo que tendría que cambiar, dijo: yo no tengo nada que reflexionar, yo sólo quiero olvidarme hasta el quince de septiembre.

Está quemado. Está literalmente quemado. Es inservible. Difícilmente quedará algo de savia en sus raíces, allí donde los árboles autóctonos conservan una posibilidad de volver a brotar, de tener otro tronco otras ramas. Afortunadamente esa no es la situación de todos, aunque sí de muchos, de muchos más de los que pueda creerse. El profesor quemado, el que aún mantenga un mínimo de savia en sus raíces tendría que intentar prepararse para el otoño, para la vuelta a clase. Tendría que hacerlo, pero nadie le ayudará, sino todo lo contrario.

Se empieza, como en el caso del periódico al que he hecho referencia, por hacer creer que bastará con " descansar", con olvidar, con dedicarse a cualquier cosa que no tenga nada que ver con la profesión. Se ignora, así, el problema real. Las escuelas de verano para profesores, los cursos de las Universidades, los cursillos y jornadas de los CEPS y otras instituciones ofrecen cosas interesantes sin duda, pero lejos de las necesidades de estos profesores. No basta, incluso en el mejor de los casos, un curso para dominar el estrés o la ansiedad para que un profesor resuelva el día a día de sus clases. No servirá de nada intentar mejorar su autoestima si realmente no tiene con qué resolver ese reto diario de hacer algo que merezca la pena en su clase. No serán , por supuesto, las nuevas tecnologías las que le ayuden. No hay recetas, ya se sabe, pero quizá una buena reflexión sobre estos temas pueda ayudar a algún profesor quemado a encontrar un camino más transitable.

 

 

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