Violencia en las aulas (III)
JUVENTUD Y SOCIEDAD
(Artículo publicado en
Granada Digital, Plaza Nueva)
Los padres, que tantos profesores creyeron que serían sus aliados fervorosos y
obedientes frente a la Administración, han pasado a ser un lugar recurrente en
las peores pesadillas de las clases imposibles, de los alumnos con problemas, de
la inseguridad jurídica en la que se mueven los enseñantes. Cualquier incidente
en una clase exige o acaba en una comunicación a los padres que nunca se sabe
cómo va a terminar.
Cualquier sanción puede promover un enfrentamiento cuerpo a cuerpo entre un
tutor y el padre o la madre del alumno. Muchos profesores buscaron en la
profesión un lugar fuera del mundo de los adultos, ese mundo en el que sabían
que no estarían cómodos. Muchos profesores ambicionaban un lugar en el que sus
decisiones fueran incuestionables. Confiaron en que lo que hicieran, lo que
dijeran quedaría recluido hasta el olvido en las cuatro paredes del aula. No
era, por lo general, la búsqueda de una patente de corso, sino simplemente la
necesidad de no ser cuestionado, de no tener que dar explicaciones, de poder
trabajar ' libremente'. Se habla de la necesidad de colaboración entre padres y
profesores, nadie lo niega, pero el deseo es que dicha colaboración sea a
distancia y en lo que a los profesores se refiere ' con el reconocimiento sin
fisuras de su trabajo y su autoridad'. Difícil, muy difícil plantear la cuestión
en esos términos. Los padres no son ajenos a la destructividad, a esa violencia
que surge de la imposibilidad de vivir en un rol, de que ese rol sea compatible
con todos los demás y sobre todo con la idiosincrasia del sujeto, con esas ideas
interiorizadas que articulan su vida. Cuando se llama a los padres por una
cuestión de disciplina, cuando vienen como consecuencia de un incidente, de un
supuesto maltrato del alumno o un tema de fracaso escolar llegan como acusados
que van a defenderse.
Defienden a sus hijos porque necesitan ser buenos padres, necesitan creer que
lo son, que en cualquier circunstancia no son ellos los que han fallado. De los
padres se quiso hacer en los años progres poco menos que algo innecesario cuando
no a eliminar a base de darles roles que nada tenían que ver con su situación
real con respecto a los hijos. Se empieza a oír de boca de los expertos eso de
que los hijos necesitan normas, necesitan aprender a soportar la frustración,
necesitan tener padres que ejerzan de tales y no de compañeros o de amigos de
sus hijos. Lo dicen incluso los mismos que recitaban aquello del prohibido
prohibir, y la letanía infinita de los traumas con los que la educación
autoritaria - entendiendo por tal toda aquella que no fuera claramente permisiva
y consentidora - podía marcar para siempre a los niños. Los padres de nuestros
alumnos interiorizaron toda aquella ideología que les vino bien para dar salida
a sus frustraciones de adolescentes y que cuando ya fueron padres les pareció lo
más fácil, lo que exigía menor dedicación, menores sacrificios. Serían padres
perfectos sólo con no ser padres, con mantenerse en esa irresponsabilidad de los
amigos, en ese intercambio que permite la amistad y también con la libertad que
implica. Les ayudó todo el mundo: la opinión progre, el culto a lo espontáneo,
la supresión de los deberes, las nuevas evaluaciones que en su propia
imprecisión daban cabida a las interpretaciones más optimistas. Los alumnos ya
no repetirían curso ( eso, desde la ley del 70) y si lo hacían, un curso como
máximo en la primera etapa de EGB o en la segunda, deberían ser oídos. ¿ Cómo de
ese requisito se ha pasado - según afirman muchos docentes - al ' si un padre no
quiere el alumno no repite'? Todo un síntoma. Les ayudaron los psicólogos con
sus traumas, incluso aquellos programas de televisión que buscaban chicos y
chicas fugados de sus casas, y hacían reportajes más que escorados cuando se
producía el suicidio de algún adolescente. Guerra a la autoridad, a cualquier
autoridad, cuestionamiento de las normas por serlo, rebeldía sacralizada y
apoyada por los mas media. Padres plegándose a las exigencias de una sociedad
cambiante en la que su rol era menospreciado, mientras la sociedad en su
conjunto renunciaba a lo educativo, a la socialización de los más jóvenes.
Vino bien el viejo tópico de que el niño no es un hombre en pequeño, pero se
olvidó que siempre sería un pequeño que inexorablemente se haría un hombre, un
adulto social, una persona que tendría que ser capaz de responder a las
necesidades de la sociedad complicada en la que había nacido. Era hermosa la
idea del naturalismo, de ese ser perfecto en su estado natural, era hermoso el
mito del buen salvaje, pero no sirve, no es más que eso: un mito. Los padres hoy
tienen en muchos casos la mayor carencia: la falta de un modelo coherente sobre
el que tomar decisiones en relación con la educación de sus hijos. Tienen el
grave problema de que cuando algo va mal, en la escuela, en la vida personal de
sus hijos, en sus relaciones sociales, todos les hacen responsables cuando no
culpables de la situación. Ahora les acusan de que sus hijos se droguen, de que
beban, de que salgan de casa a horas en las que no es recomendable. Ahora los
llaman del colegio, del instituto para reprocharles que sus hijos ' no están
convenientemente socializados', que carecen de modales, que no se han dado
cuenta de que no saben leer, de que no los vigilan para que estudien, de que son
ellos - los padres - los que los tenían que haber educado. Ahora, ahora, que
todos los que dijeron lo contrario de lo que dicen, los que no les faltó más que
acabar por lo llano con la familia como tal, sufren las consecuencias de esa
educación libertaria que promovieron y esas leyes absurdas con las que obligaron
a todos a seguir en un camino equivocado, todos esos dicen que los padres son
los más culpables, cuando no los únicos culpables. Nadie va a reconocer que se
equivocó, que es responsable de lo que sucede, que la sociedad debería
rectificar en todo aquello que esté en su mano, pero nada de eso sucederá. Los
padres seguirán en la contradicción entre serlo y soportar la presión del
ambiente y de sus propios hijos o dejarse arrastrar por una corriente que luego,
antes o después, los estrellará contra las rocas, haciéndoles culpables de
haberse estrellado. Es lógico que esa imposibilidad para ser padre en los
supuestos que se admiten generalmente para serlo, en las condiciones en las que
se ejerce de tal lleven a la destructividad, a la necesidad de rehuir toda
situación que se convierta en evidencia, en reproche, en consecuencia
insoslayable. Cuando no es posible evitar la confrontación, se defenderán
atacando, intentando destruir el testigo, la prueba, negando los hechos,
culpando a los otros, dejando libre de toda responsabilidad a sus hijos, porque
es la única forma de escapar a la propia responsabilidad.
El choque entre padres y profesores puede llegar a ser muy violento. En
muchos casos viene anunciado por una actitud de los alumnos que ya utilizan la
posibilidad del encuentro como un arma arrojadiza contra el profesor. Ese alumno
que desde la clase de infantil amenaza a la maestra con decirle a su madre que
le ha pegado, que rehuye toda disciplina imponiendo su voluntad como hace en su
casa, ese alumno sólo es un caso extremo en el que los padres no soportan el
peso de su propia responsabilidad. Otros muchos evitarán la repetición de curso,
la entrega de tareas, el simple aprendizaje bajo la amenaza soterrada de una
madre que va asiduamente a ver al tutor, que se hace presente en el centro como
miembro del APA y que confía en que la familiaridad con los profesores evite lo
peor. Muchos se dejarán convencer por aquello del progresa adecuadamente
mientras se van sintiendo cada vez más amenazados. Al final vendrán las excusas,
las intimidaciones y la entrega a la mala conciencia cuando se dan cuenta de que
la escuela, el instituto sólo en un tiempo, el último tiempo en que pueden ser
oídos. Después, fuera de ese ámbito está la realidad del hijo y de ellos como
padres enfrentados a las consecuencias de un pasado que ya no les pertenece.
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