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Martina Martínez Tuya 

 

 Violencia en las aulas (III)

JUVENTUD Y SOCIEDAD
  (Artículo publicado en Granada Digital, Plaza Nueva)

 

 

   Los padres, que tantos profesores creyeron que serían sus aliados fervorosos y obedientes frente a la Administración, han pasado a ser un lugar recurrente en las peores pesadillas de las clases imposibles, de los alumnos con problemas, de la inseguridad jurídica en la que se mueven los enseñantes. Cualquier incidente en una clase exige o acaba en una comunicación a los padres que nunca se sabe cómo va a terminar.

   Cualquier sanción puede promover un enfrentamiento cuerpo a cuerpo entre un tutor y el padre o la madre del alumno. Muchos profesores buscaron en la profesión un lugar fuera del mundo de los adultos, ese mundo en el que sabían que no estarían cómodos. Muchos profesores ambicionaban un lugar en el que sus decisiones fueran incuestionables. Confiaron en que lo que hicieran, lo que dijeran quedaría recluido hasta el olvido en las cuatro paredes del aula. No era, por lo general, la búsqueda de una patente de corso, sino simplemente la necesidad de no ser cuestionado, de no tener que dar explicaciones, de poder trabajar ' libremente'. Se habla de la necesidad de colaboración entre padres y profesores, nadie lo niega, pero el deseo es que dicha colaboración sea a distancia y en lo que a los profesores se refiere ' con el reconocimiento sin fisuras de su trabajo y su autoridad'. Difícil, muy difícil plantear la cuestión en esos términos. Los padres no son ajenos a la destructividad, a esa violencia que surge de la imposibilidad de vivir en un rol, de que ese rol sea compatible con todos los demás y sobre todo con la idiosincrasia del sujeto, con esas ideas interiorizadas que articulan su vida. Cuando se llama a los padres por una cuestión de disciplina, cuando vienen como consecuencia de un incidente, de un supuesto maltrato del alumno o un tema de fracaso escolar llegan como acusados que van a defenderse.

   Defienden a sus hijos porque necesitan ser buenos padres, necesitan creer que lo son, que en cualquier circunstancia no son ellos los que han fallado. De los padres se quiso hacer en los años progres poco menos que algo innecesario cuando no a eliminar a base de darles roles que nada tenían que ver con su situación real con respecto a los hijos. Se empieza a oír de boca de los expertos eso de que los hijos necesitan normas, necesitan aprender a soportar la frustración, necesitan tener padres que ejerzan de tales y no de compañeros o de amigos de sus hijos. Lo dicen incluso los mismos que recitaban aquello del prohibido prohibir, y la letanía infinita de los traumas con los que la educación autoritaria - entendiendo por tal toda aquella que no fuera claramente permisiva y consentidora - podía marcar para siempre a los niños. Los padres de nuestros alumnos interiorizaron toda aquella ideología que les vino bien para dar salida a sus frustraciones de adolescentes y que cuando ya fueron padres les pareció lo más fácil, lo que exigía menor dedicación, menores sacrificios. Serían padres perfectos sólo con no ser padres, con mantenerse en esa irresponsabilidad de los amigos, en ese intercambio que permite la amistad y también con la libertad que implica. Les ayudó todo el mundo: la opinión progre, el culto a lo espontáneo, la supresión de los deberes, las nuevas evaluaciones que en su propia imprecisión daban cabida a las interpretaciones más optimistas. Los alumnos ya no repetirían curso ( eso, desde la ley del 70) y si lo hacían, un curso como máximo en la primera etapa de EGB o en la segunda, deberían ser oídos. ¿ Cómo de ese requisito se ha pasado - según afirman muchos docentes - al ' si un padre no quiere el alumno no repite'? Todo un síntoma. Les ayudaron los psicólogos con sus traumas, incluso aquellos programas de televisión que buscaban chicos y chicas fugados de sus casas, y hacían reportajes más que escorados cuando se producía el suicidio de algún adolescente. Guerra a la autoridad, a cualquier autoridad, cuestionamiento de las normas por serlo, rebeldía sacralizada y apoyada por los mas media. Padres plegándose a las exigencias de una sociedad cambiante en la que su rol era menospreciado, mientras la sociedad en su conjunto renunciaba a lo educativo, a la socialización de los más jóvenes.

   Vino bien el viejo tópico de que el niño no es un hombre en pequeño, pero se olvidó que siempre sería un pequeño que inexorablemente se haría un hombre, un adulto social, una persona que tendría que ser capaz de responder a las necesidades de la sociedad complicada en la que había nacido. Era hermosa la idea del naturalismo, de ese ser perfecto en su estado natural, era hermoso el mito del buen salvaje, pero no sirve, no es más que eso: un mito. Los padres hoy tienen en muchos casos la mayor carencia: la falta de un modelo coherente sobre el que tomar decisiones en relación con la educación de sus hijos. Tienen el grave problema de que cuando algo va mal, en la escuela, en la vida personal de sus hijos, en sus relaciones sociales, todos les hacen responsables cuando no culpables de la situación. Ahora les acusan de que sus hijos se droguen, de que beban, de que salgan de casa a horas en las que no es recomendable. Ahora los llaman del colegio, del instituto para reprocharles que sus hijos ' no están convenientemente socializados', que carecen de modales, que no se han dado cuenta de que no saben leer, de que no los vigilan para que estudien, de que son ellos - los padres - los que los tenían que haber educado. Ahora, ahora, que todos los que dijeron lo contrario de lo que dicen, los que no les faltó más que acabar por lo llano con la familia como tal, sufren las consecuencias de esa educación libertaria que promovieron y esas leyes absurdas con las que obligaron a todos a seguir en un camino equivocado, todos esos dicen que los padres son los más culpables, cuando no los únicos culpables. Nadie va a reconocer que se equivocó, que es responsable de lo que sucede, que la sociedad debería rectificar en todo aquello que esté en su mano, pero nada de eso sucederá. Los padres seguirán en la contradicción entre serlo y soportar la presión del ambiente y de sus propios hijos o dejarse arrastrar por una corriente que luego, antes o después, los estrellará contra las rocas, haciéndoles culpables de haberse estrellado. Es lógico que esa imposibilidad para ser padre en los supuestos que se admiten generalmente para serlo, en las condiciones en las que se ejerce de tal lleven a la destructividad, a la necesidad de rehuir toda situación que se convierta en evidencia, en reproche, en consecuencia insoslayable. Cuando no es posible evitar la confrontación, se defenderán atacando, intentando destruir el testigo, la prueba, negando los hechos, culpando a los otros, dejando libre de toda responsabilidad a sus hijos, porque es la única forma de escapar a la propia responsabilidad.

   El choque entre padres y profesores puede llegar a ser muy violento. En muchos casos viene anunciado por una actitud de los alumnos que ya utilizan la posibilidad del encuentro como un arma arrojadiza contra el profesor. Ese alumno que desde la clase de infantil amenaza a la maestra con decirle a su madre que le ha pegado, que rehuye toda disciplina imponiendo su voluntad como hace en su casa, ese alumno sólo es un caso extremo en el que los padres no soportan el peso de su propia responsabilidad. Otros muchos evitarán la repetición de curso, la entrega de tareas, el simple aprendizaje bajo la amenaza soterrada de una madre que va asiduamente a ver al tutor, que se hace presente en el centro como miembro del APA y que confía en que la familiaridad con los profesores evite lo peor. Muchos se dejarán convencer por aquello del progresa adecuadamente mientras se van sintiendo cada vez más amenazados. Al final vendrán las excusas, las intimidaciones y la entrega a la mala conciencia cuando se dan cuenta de que la escuela, el instituto sólo en un tiempo, el último tiempo en que pueden ser oídos. Después, fuera de ese ámbito está la realidad del hijo y de ellos como padres enfrentados a las consecuencias de un pasado que ya no les pertenece.

 

 

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