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Martina Martínez Tuya 

 

Violencia en las aulas (II)

JUVENTUD Y SOCIEDAD

 (Artículo publicado en Granada Digital, Plaza Nueva)

 

 

 No sólo hay destructividad en muchos alumnos. La hay porque la mayoría no encuentra la forma de vivir las seis horas que duran las clases sintiéndose vivo mientras tanto. Vivo y ocupado en ese espacio que debe llenar la actividad del aprendizaje, y, que a falta de ésta, se dedica a la distracción, a la destrucción de ese mundo hostil - prueba de todas sus carencias -, aburrido, violento y violentador de todo aquel que lo haga evidente, y en especial del profesor que lo ha hecho posible.

   La destructividad, que Erich Fromm definía como el resultado de la vida no vivida, no es ajena a un buen número de profesores. En este trabajo, técnica y arte a la vez, profesión liberal donde las haya aunque se ejerza como funcionario, hay de todo como en todas partes. Hay, también, unas exigencias de hecho, que la LOGSE no ha creado, pero que sí ha puesto en evidencia cuando no son satisfechas. Situaciones que han dejado a muchos maestros, y a más profesores, ante la incapacidad para responder de la tarea. Es el principio del 'estar quemado'. Es esa dificultad para hacer de un aula una clase, de unos escolares unos alumnos, de un centro un colegio o un instituto. Esa situación hace que el maestro no pueda vivir su trabajo en el rol de maestro ni el profesor en el suyo. Son esas horas que el docente teme cada noche, cada mañana, las que no puede vivir. Encontré hace tiempo un texto de Nieztche que refleja muy bien esta situación ante el impulso desproporcionado del alumno: ...Hablas con quien desea lanzarse al agua sin saber nadar y, al hacerlo, más que ahogarse teme no ahogarse y verse escarnecido. La destructividad está en marcha, convertida en una violencia que no se atreve a estallar y que se dirige a lo que se puede, incluido en último término el docente mismo.

   La profesión, toda profesión liberal, implica al sujeto en su totalidad. Es un trabajo, pero, eso sí, un trabajo en el que hay que considerar lo que decía Gide: por el placer que sientas al hacerlo sabrá que debías hacerlo. Si no se da ese placer nunca, o prácticamente nunca, mientras se culpa a todo y a todos de lo que sucede y sólo se mira hacia atrás como a un paraíso creado por el olvido de lo que fue y de la propia realidad, habría que dejar la profesión. Si no se puede, la respuesta será la destructividad. Que nadie se engañe, esta situación no acabará en la gran catarsis, ni en un cambio mágico. Acabará en violencia hacia los demás y hacia el sujeto mismo. Las aulas están llenas de esa violencia, los claustros también. Los alumnos la perciben rápidamente y responden a ella como siempre lo han hecho. No es algo nuevo. Cada uno que pase revista a los profesores que tuvo a lo largo de tantos años de estudios. Antes, hasta hace no demasiado tiempo, los alumnos de los institutos tenían objetivos personales y familiares que les hacían someterse sin rechistar a no pocos profesores de violencia más o menos soterrada. Esa respuesta facilitaba el ajuste del profesor y la tensión cedía. En la escuela era diferente, pero no tanto. Muchos niños sin escolarizar, otros que se iban un día cualquiera porque las aulas no eran su mundo sino un lugar del que se sentían excluidos. Algunos tenían que abandonar por razones familiares o económicas. Mientras escuelas y colegios fueron algo muy distinto no hay más que leer los recuerdos que nos han hecho llegar algunos escolares que estuvieron en un colegio, aunque lo nombren como la escuela, para darse cuenta de lo que había, de lo que vivieron y de cómo les ha quedado el más profundo resentimiento.

   Lo nuevo, lo distinto, es el cambio de los porcentajes y la absoluta imposibilidad de dejar las aulas. Atrapados entre cuatro paredes, varias horas a la semana, muchos alumnos y no pocos profesores se desgarran en un intento inútil por librarse los unos de los otros. No vale nada de lo que se diga, o pueda decirse: el único voluntario es el profesor. Sólo él ha elegido estar allí, le pagan por ello y tendrá que ser él el que haga lo necesario para que la situación cambie. Eso, o marcharse. Si espera que alguien, que algo resuelva por él, podría entrar en la fase neurótica y de ahí al quemado total.

 

 

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