Martina Martínez Tuya

 

 

Suspensos en lectura

 

 

          Mejor que no nos examinen, que no vuelvan a examinarnos nunca más.

Cada examen, de esos internacionales y cuyos resultados se publican con lista de puestos conseguidos incluida, es un disgusto, incluso hay quien lo vive como un nuevo atentado al orgullo patrio. Para los más, hablo de los que al menos se hacen eco de la noticia, el asunto queda resuelto con una afirmación lapidaria que tiene la virtud de culpar a sus propios fantasmas personales, salvar a los correligionarios o simplemente, -solo o añadido a lo anterior-, dejar zanjada la cuestión y pasar página lo más rápidamente posible.

El último examen ha sido demoledor: era de lectura y abarcaba un tramo genérico de edad de los dieciséis a los sesenta y cinco años. (1)

Aquellos que deberían darse por aludidos, responsables políticos, gestores, profesionales del ramo dan la callada por respuesta o responden sin decir gran cosa.

Esta vez, la última en la que hemos sido suspendidos y colocados claramente al final del final es muy significativa.

¿Qué se puede esperar de una población que no sabe leer?

De una población, españoles todos, sujetos – está claro que pasivos- de todas las leyes educativas o casi que en nuestra patria ha habido, desde la de Claudio Moyano del año 1857  a la LOPEG de 1995, y me quedo ahí por razones de edad de los examinados.

Creo que como poco los resultados deberían obligarnos a pensar, a pensar seriamente en nuestra situación. Ese muy deficiente – o si prefieren ese 1 en la escala de calificación más actual - es desolador.

¿Qué pasa? ¿Qué ha pasado en las aulas durante tantos años? ¿Para qué ha servido, para qué sirve la Escuela, la enseñanza reglada y obligatoria? ¿Para qué ha servido escolarizar al 100% de la población desde los seis años – casi siempre desde los tres o cuatro-  hasta los 12 en el caso de los más mayores – los catorce o los dieciséis a partir del 70 o de la LOGSE- si no se ha conseguido ni ese mínimo de la alfabetización funcional?

Hay  más preguntas insoslayables.

¿Cabe suponer que la comprensión del discurso oral, más rápido, sin posibilidad de volver atrás, de tomarse más tiempo para comprenderlo, hubiera tenido mejor fortuna? ¿Qué se puede esperar en el aprendizaje escolar de un alumno – del colegio a la Universidad- que no entiende lo que lee? ¿Qué cabe esperar de un ciudadano en las mismas circunstancias y que como tal tiene que tomar decisiones basadas en una información que no comprende?

¿A quién le pueden extrañar los resultados del informe PISA, que en su desastre se repiten una vez tras otra?

¿Qué ha venido pasando en las aulas? ¿Qué sigue pasando?

Esa es la pregunta a la que habrá que remitirse inexorablemente.

Cada vez que hay una movida, llamémosla educativa – y que suele ser simplemente política en su peor acepción- todo puede ser cuestionado, rechazado, defendido, admitido, eludido, denostado. Cualquier cosa es posible menos que se aluda a ese día a día, hora a hora, trimestre a trimestre del trabajo del aula y del que el aula sugiere, prescribe, valora, programa, rectifica y que es todo lo que existe realmente en educación, en la enseñanza. Cualquier otra cosa puede ser el marco donde esas actividades se realizan, pero no existirá como actividad ni docente ni discente, que se decía en los libros de Didáctica. Eso no significa que no tenga valor: lo tiene como condicionante del trabajo del aula, pero el trabajo – el que se realiza- es responsabilidad del profesor.

 

Nuestro mayor problema es que somos un país sin mediocres, valga para la enseñanza y para casi todo. Tenemos, sin embargo, la costumbre de no admitirlo – ni siquiera cuando la campana de Gaus ya ni es campana ni es nada en cuanto a los resultados escolares se refiere, por poner solo un ejemplo. Esta afirmación mía puede resultar algo más que sorprendente para muchos, indignante incluso para algunos.

Los mediocres deberían ser la base de todas las profesiones, de todos los grupos sociales, de la política lo mismo que de las iglesias. El problema es que el mediocre no nace, se hace. El mediocre es el resultado de un trabajo minucioso, laborioso, pertinaz casi o sin casi. Es el precio que tienen que pagar las sociedades avanzadas en mayor  medida que ninguna otra. Es el objetivo de toda enseñanza obligatoria.

Hay niños que desde muy pequeños aprenden a leer solos, pero el grueso de la tropa tiene que emplearse bajo la dirección y el trabajo de los adultos para conseguir la lectura mecánica a la que llamamos sin más lectura. No es suficiente. Pasar de ahí – y en el supuesto de que se domine correctamente- a la lectura comprensiva es otra cuestión.

Puede parecer fácil cuando estamos en ese tiempo en el que la edad del alumno, su lenguaje vivo y el texto que se le propone tienen una dificultad similar. Deja de serlo en cuanto que queramos que lea unos textos más complejos. Entonces necesitaremos que amplíe significativamente el vocabulario, que abandone los falsos sinónimos  y atienda a las diferencias en el significado de las palabras como expresión de una realidad más y más alejada de su experiencia y de lo sensible. Necesitaremos que su sintaxis sea más compleja y que pueda interpretarla en la realidad que el texto evoca. No podremos olvidar que los campos semánticos serán muy variados, que ya no estarán en su entorno, ni en lo que puede conocerse al margen de las Ciencias y las Humanidades y será en ellas en las que tenga que alcanzar el nivel de abstracción que les es propio.

A nada de eso puede llegar el sujeto no muy dotado – es decir la inmensa mayoría- sin un trabajo de él y de sus profesores que esté perfectamente planificado, secuenciado, controlado buscando siempre la eficacia y la eficiencia. Llegado a un punto ni siquiera el excepcional prosperará sin un trabajo adaptado. Se trata de un recorrido de adquisiciones que han de ser eso: adquisiciones, no el cojo y pierdo, al menos en lo fundamental.

Los que no consiguen llegar a mediocres, enfrentados a las necesidades escolares, ciudadanas o profesionales se convierten sobre todo en un gran reservorio de disfuncionalidad, y, lo que es peor, de resentimiento hacia los que son mejores.

Quizá por eso, y dado que la situación no es nueva, se decía que en todas partes había quien sabía y quien no, pero en España  éramos el único país en el que los que no sabían se reían del que sabía. Eso era antes, hoy en la escuela pueden pegarle, en la Universidad tendrá que procurar no significarse mucho y en la vida en general más bien tendrá que estar dispuesto a sufrir el ostracismo o a prostituirse de una manera o de otra – salvo que tenga a todos los dioses de su parte-.

 

Me olvidaba: también nos han suspendido en Matemáticas. En eso no hemos quedado los penúltimos como en lectura, sino los últimos.

¿A quién le extraña que se nos dé tan mal la economía, lo mismo la micro que la macro?

Tampoco ahí cabe tener muchas esperanzas, habida cuenta de que aunque los más lo ignoren la Matemática es también un lenguaje.

 

Octubre 2013

 

(1)Programa Internacional para la Evaluación de la Competencia de los adultos (PIACC)

 

 

 

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