Martina Martínez Tuya

 

 


 

El placer de releer 

 

Tener en las manos un libro ya leído,- leído quizá años atrás, muchos años atrás a veces-, es como ir al encuentro de un buen amigo. Los amigos, los que verdaderamente lo son, siempre están ahí. No importa que haga años que no los vemos, tiempo que no sabemos nada de ellos ni ellos de nosotros. Cuando nos encontramos, cuando oímos su voz al teléfono, cuando recibimos un correo suyo es como si nuestra relación nunca se hubiese interrumpido, como si fuera ayer mismo cuando nos vimos por última vez.

No somos ya ni lo mismo, ni los mismos, pero eso no importa. Hay entre nosotros una cercanía que borra cualquier distancia. Está hecha de lo compartido, de lo que tenemos la certeza de que podríamos compartir en el presente o en cualquier futuro.

Con los libros, sobre todo con nuestros viejos libros que aún son o que fueron libros de cabecera en cualquier momento de nuestras vidas, con esos que guardamos siempre cerca de nosotros aunque pasen años sin que les prestemos más atención que la necesaria para quitarles el polvo, o ni siquiera eso, ocurre lo mismo. Al menos a mí, me ocurre lo mismo.

Un nuevo encuentro con sus páginas tiene siempre algo especial.

Tiene también una lección excepcional sobre los misterios de la memoria, sobre lo que pueda ser realmente la comunicación, sobre lo que hemos sido, lo que somos y lo que podremos ser por impensable que nos parezca.

Hay encuentros buscados. Yo tengo costumbre de subrayar los libros, sobre todo los ensayos o los que sin serlo incluyen reflexiones, frases particularmente esclarecedoras no tanto del discurso del autor como del mío propio. Suelo escribir después esos subrayados junto con una opinión sobre el libro y sobre la lectura que he hecho referida a las circunstancias concretas de mi vida. Son libros que me acompañan aunque sólo sea en esas síntesis, en esas elecciones que hago de su texto.

Los busco cuando necesito un apoyo para mis propias ideas, una cita que sé que está ahí, una ayuda para vivir un momento de alguna forma análogo al que ha servido de base a la reflexión del autor. Primero busco los textos que había seleccionado. Al leerlos siento un deseo, a veces intenso e incluso compulsivo, de releer, de llenar los huecos que mis notas no han recogido. Esa lectura es siempre distinta de la primera o de las anteriores. Vuelvo a subrayar otros textos, vuelvo a pensar sobre ellos. Es como esa conversación sobre el mismo tema que tenemos con el amigo, con la amiga y que siempre es distinta y en la que siempre encontramos otros detalles, otras formas de recoger nuestra experiencia, de compartirla, de hacer hipótesis sobre cómo arreglar ese pequeño mundo único que la conversación misma ha suscitado.

Otras veces los encuentro. Es algo casual en casa, en la biblioteca, en una reseña de un periódico, en una frase citada por alguien.

¡Qué placer descubrirlos de nuevo! ¡Cuántos personajes nuevos en el reencuentro! ¡Cuántas circunstancias olvidadas! ¡Cuanta revisión de las ideas que me había hecho!

¡Cuánta decepción a veces! Hemos cambiado. Somos otros y el libro de nuestra adolescencia o de un tiempo más o menos lejano es distinto, diferente de cómo lo recordábamos. Pasa mucho con las novelas. Hicieron quizá furor en un momento, pero apagada la llama de aquel instante no guardan sino las cenizas de aquella llamarada. Han envejecido, decimos; son letra muerta y lo sentimos de veras. Lo sentimos como nos duele la pérdida de un amigo que sigue ahí, pero con el que ya no compartimos nada, con el que ya no podemos pasar de las cuatro frases que marca la cortesía y de los lugares más comunes de un recuerdo que ha perdido todos sus detalles, que es como el de tanta gente: un cliché, que diría Proust.

Hay tiempos especiales, difíciles y llenos de indiferencia. Es entonces cuando añoro mis libros preferidos. Lo hago sumergida en la decepción de otras búsquedas que resultaron fallidas, en la inanidad de esos tiempos muertos de la vida en los que parece que perdemos los colores del arco iris, que todo es gris, que tiende a lo inanimado, que no podemos ni aún resucitar nuestros más queridos recuerdos. Alguno de mis libros, de los que no dejaría en ninguna parte, -salvo que supiera que podría tenerlos a mano si los necesitase-, tiene seguro el poder de devolverme a la vida, de acelerar mi pulso. En sus páginas me reencuentro, me reconcilio conmigo misma. Me redescubro viendo a los otros. Inventándolos me reinvento. Sigo sus páginas mientras me voy siguiendo y esa creación es como todas: un placer de los más hondos, un placer capaz de ponerme de nuevo en camino; en el camino de una vida, abierta -una vez más- a la posibilidad de ser realmente vivida.

 

  Revista de AMADUMA, febrero 2010

 

 

 

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