|
DESTINO: Fuente el Saz de
Jarama (I)
Justo a mitad de los sesenta,
en una mañana de finales de enero llegué a Fuente el Saz.
Hacía horas, dos y media,
quizá tres, que el coche de línea había salido de una calle que no recuerdo,
pero que empezaba frente al hospital de Maudes.
Esa fue, ese hermoso edificio
del hospital militar, la referencia que me dieron cuando con mi nombramiento
en la mano pregunté dónde estaba ese pueblo, cómo se iba allí.
Yo conocía la ribera del
Jarama, pero más abajo, mucho más abajo. De hecho nunca había pasado de la
Plaza de Castilla.
Fuente el Saz del Jarama.
Sonaba bien. Era bonito como nombre. Era un pequeño viaje, una pequeña
aventura. El pueblo tenía que ser un pueblo perdido, mínimo, al final de una
carretera llena de polvo en verano y de barro en invierno. Sin embargo
estaba cerca de Madrid, relativamente cerca.
Hacía sábados que estaba como
vacante en la Delegación. Se cubría cada sábado, pero el siguiente estaba de
nuevo allí.
Volvería a estarlo. Yo , una
más aquel curso, pediría la excedencia con un día, es decir: sin pisar la
escuela, sin entrar en la clase de párvulos que era mi destino en Fuente el
Saz.
Era lunes, salíamos muy
temprano, antes de las siete. Casi nadie en el metro, nadie en las calles.
Las torres del hospital perdiéndose en un cielo oscuro que no conseguían
iluminar las farolas.
Un bar junto al local en que
vendían los billetes. Gentes adormiladas y muertas de frío que intentaban
revivir con un café, con una copa de aguardiente, con un desayuno
apresurado.
Gente llenas de paquetes pero
con poco equipaje, con paraguas que habían servido el día anterior y que
podrían servir en cualquier momento, quizá al abrir el día, cuando el viento
claramente serrano del que todos intentábamos resguardarnos en aquel bar se
calmara al alba. Gentes que regresaban a sus pueblos con las compras y los
encargos después de un fin de semana en la capital. Dos o tres viajantes
con sus maletas. Algún otro maestro quizá.
Llegó el coche. En muchos
sitios aún llamaban camión a los autocares y era comprensible. Nada de un
coche como los que cubrían grandes distancias, nada de un coche alto con
bodega para los equipajes. El morro redondeado y lejos del parabrisas; un
morro de camión para un coche de viajeros. Algo entre un camión y una de
aquellas primeras furgonetas que veíamos en las películas.
Subieron los equipajes a la
baca del coche. Subimos los viajeros. Salimos tarde porque algo no
funcionaba y el conductor hurgaba aquí y allí para arreglarlo. Hacía frío en
la calle, corría aire, pero pasado el efecto de resguardo que se tenía al
subir al coche, hacía aún más frío allí dentro.
Salimos. Las calles seguían
casi vacías. La gente corría más que andaba camino del metro, de un autobús,
de su trabajo. Cuando llegamos a la Plaza de Castilla el frío era ya
insoportable.
El abrigo no podía tapar las
piernas, los zapatos ligeros, de tacón por aquello de presentarse
medianamente bien en el pueblo, no podían proteger unos pies ateridos.
Medias finas. Aún faltaban dos o tres años para que se pusieran de moda las
medias gruesas con dibujos más o menos discretos. Aún faltaban tres, cuatro
años, para que no estuviera mal visto ir de pantalones a alguna parte que no
fuera el campo en día de excursión.
Quizá, cuando el coche
pudiera coger velocidad en la carretera funcionaría la calefacción, quizá
aún fuera posible hacer un viaje razonable. Largo sería: algo más de dos
horas - yo estaba prevenida al respecto -. Dos horas es demasiado para tener
tanto frío en los pies, en las piernas y desde ahí me temía que en todo el
cuerpo. En la Plaza de Castilla esa era mi duda, mi inquietud. Antes de
llegar a Fuencarral dejó de serlo. El conductor, como algo natural, mandó
decir al segundo de abordo: al cobrador y ayudante, que nos comunicara que
no habría calefacción, que si la ponía el coche no podría andar, que no sé
qué historia le pasaba.
¡ Dios! Dos horas así.
Mal cálculo el mío. No fueron
dos horas y algo más, así. Fueron dos horas mucho peor que así.
El vaho que se concentraba en
el coche no dejaba ver nada. Sólo los faros que se cruzaban con nosotros.
Íbamos por la carretera general pero no puede decirse que fuéramos deprisa.
Lento, aquel coche era muy lento. Habíamos dejado atrás todas las casas y el
frío empezaba a congelar el vaho de los cristales.
Nos desviamos, entramos en la
primera carretera comarcal. Había quien iba durmiendo arropado en una
pelliza de cuero harta de años, de lluvias y de trabajos al aire libre. Una
pelliza sobre unos pantalones de pana por los que asomaban unas botas de
aquellas de Segarra.
¡ Qué envidia!
¿ Por qué habíamos olvidado
los portamantas, los trajes especiales para viajar, esos que llevaban las
damas y que al menos les llegaban hasta los pies? Ya no llevábamos botas de
caña alta llenas de botoncitos, ni medias gruesas de algodón, incluso de
lana, como las mujeres de faldas de vuelo, de cestas enormes, de bolsas de
cretona con un volante alrededor y dos aros a modo de asas. Éramos más
modernas, pero no deberíamos viajar en un coche sin calefacción, un día
amenazando más con nieve que con lluvia, camino de un pueblo perdido al
final de una carretera llena de baches, de firme imposible.
Ya no se veía nada de nada.
Sólo la luz de un amanecer en el que el sol estaba ausente. No llovía. Si
lloviera templaría, aunque sólo fuera un poco. Ya no me dolían los pies: yo
ya no tenía pies. Ni pies ni piernas.
¡ Qué bonitos los dibujos del
cristal! Ramos traslúcidos, abigarrados, quitándose el espacio unos a otros,
ramos de finísimas agujas de hielo entre nosotros y la luz del día.
Mi compañero de asiento se
despertó con un bache peor que los otros, o con cuatro baches afectando por
separado a las cuatro ruedas de aquel viejo trasto.
Se volvió hacia mí y con una
voz algo bronca, salida del cuello levantado de su pelliza me dijo:
-
Señorita, está helada.
|