Martina Martínez Tuya

 

 

La escritura y la Literatura

 

        Últimamente hay un verdadero afán por promover la escritura. Proliferan los talleres de escritura y, algo menos, los que se atreven a denominarse literarios. Todo el mundo quiere escribir. Eso está bien, siempre y cuando se sepa exactamente lo que se quiere hacer, lo que se puede hacer y por qué.

La escritura, me decía hace poco una amiga, me ha procurado una gran felicidad: gracias a ella he podido dejar de tomar pastillas para dormir.

Es perfecto. La escritura es, ciertamente, una forma de verse a uno mismo, una manera de resolver los problemas personales que han quedado enquistados en la memoria, que no han sido debidamente reconsiderados antes de dejarlos atrás. La escritura puede ser, también, una manera de ordenar el presente, de establecer prioridades en nuestra vida, de considerar lo que nos pasa con esa mínima distancia que exige pasar de lo simplemente sentido a lo ordenadamente expresado.

Un paso más es hacerlo buscando la mejor manera de que quede dicho, la más hermosa manera de decirlo, de que puedan otros encontrarlo o de que nosotros mismos lo reencontremos un tiempo después.

La escritura, sobre todo en la poesía, es siempre una forma velada en la que lo no dicho es tan importante como lo que se dice.

Cuando la escritura ronda la forma literaria, cuando realmente es sugerencia para el posible lector, alcanza su mayor libertad.

La creación de personajes en un relato, en una novela es un medio inigualable para vivir lo que nunca pudo ser vivido o para contar lo que jamás podríamos comunicar sin avergonzarnos o sin sentirnos desvalidos ante los otros.

La conciencia busca caminos insospechados cuando un autor se sitúa ante las páginas en blanco. A su mente acuden lo mismo los recuerdos que los deseos, pasados o presentes. Acuden los lugares, las circunstancias, las gentes conocidas, lo leído, lo soñado; todo lo temido y todo aquello que pudo hacernos felices y nos hizo desgraciados lo mismo que lo que traía los peores presagios y resultó ser un regalo inesperado.

Escribir es vivir otra vez lo vivido y hacerlo minuciosamente, conscientemente hasta en los mínimos detalles. Escribir es tener la conciencia de vivir lo que en la realidad sería difícil, pero que hecho así, en la imaginación y la recomposición de los recuerdos, está impregnado de una rara intensidad.

Escribir, sin embargo, no siempre es crear. En la escritura como en todo, la creación es el encuentro con algo nuevo, el descubrimiento de algo nuevo en la realidad de uno mismo o en la realidad en general.

Resulta incuestionable que, aunque carente de originalidad, carente de cualquier atisbo de arte, muchas personas se entregan a la escritura buscando encontrarse, decirse, objetivar algo de sus propia vida o de lo que ellos creen que es su propia vida.

Hacen un recorrido por todos los lugares comunes de una poesía agotada hace siglos, llena de frases hechas, de rimas fáciles, de metáforas que todos hemos leído desde siempre o se lanzan por el camino de eso que ellos creen que es la experiencia, sin recursos para que efectivamente lo sea. No es casualidad que muchos de estos “escritores” hagan versos con mejor o peor fortuna. Eso que suelen llamarse poesías, y que en muchos casos hasta versos les queda grande, les resulta fácil. Tienen un fondo cultural en el que han memorizado infinidad de imágenes hechas, de frases hechas, de recursos utilizados hasta la saciedad en la poesía popular y en las canciones. No tendría la menor importancia si no fuera porque ese encuentro fácil de su memoria les priva de lo que es propio de la escritura: la búsqueda del mundo irrepetible, único de cada uno, de la vivencia siempre distinta de cada instante de la vida. Les priva de esa búsqueda y, también, del placer de encontrar una manera de decir eso que han descubierto.

Ya sé que mucha gente carece de una formación con la que todo esto sea fácil. También que toda creación implica,-primero y principalmente-, que la persona se haya construido a sí misma, haya alcanzado esa madurez que la hace saberse única, irrepetible e impredecible. Para escribir es, igualmente, indispensable haberse acercado a los otros, haberlos intuido en la analogía, en eso que tienen de casi igual pero distinto de uno mismo. Leer, leer, haber leído es el camino de los encuentros más íntimos.

Un taller de escritura debe ser, sobre todo, una oportunidad para encontrarse, para descubrirse, para saberse. Debe ser una ocasión para acercarse a los otros, para descubrirlos en sus obras, para adquirir un lenguaje que permita estos intercambios de persona a persona y de cada uno consigo mismo.

Por lo general, los talleres no son nada de eso. Son un recetario de esquemas, formas,- muletas en definitiva-, para que anden los que podrían muy bien andar solos si les diera la oportunidad de descubrir que tienen piernas de las que se pueden servir.

De todos los que encuentran un placer en escribir, pocos – como sucede con todas las artes – podrán ser verdaderos escritores. Eso no es una carencia en sí mismo. Sólo se convierte en un problema cuando, con una reacción adolescente, el que se ha decidido a escribir queda deslumbrado, sorprendido, maravillado por lo que ha escrito y olvida que lo que nos deslumbra a nosotros mismos no siempre es una luz capaz de iluminar a los otros, lo que nos sorprenden no siempre es algo realmente sorprendente, ni lo que nos parece maravilloso es -sin más y sólo porque nos lo parece-, una maravilla.

 

 

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