Martina Martínez Tuya

 

 

La conquista de la intimidad

 

        

      Habrá a quien le resulte un poco chocante hablar de conquista refiriéndose a la intimidad. Hablar de conquista es pensar en algo que sólo se consigue con empeño, con esfuerzo, pagando un precio por ello, luchando contra aquello o aquellos que no nos lo ponen fácil. La intimidad no es la privacidad, sino algo muy distinto.
      Hoy, que vemos a diario a gentes que no les importa contar, ver, dejarse ver en situaciones, lugares, acciones que siempre se han considerado propias de la privacidad (no les importa, o les interesa porque cobran por ello o se colocan en la vida de los demás con una obscenidad por la que creen que se van a hacer famosos y por lo mismo singulares, excepcionales, únicos) es muy importante no confundir las cosas. Muchas de esas personas no pueden ofrecer más que su privacidad. Eso es fácil: basta con abrir el espacio en torno a uno haciendo como que olvida que no está solo, o en escasa compañía.
      La intimidad es la posibilidad de estar con uno mismo, de sentirse, de hablarse, de ver pasar el desarrollo inacabable de la conciencia sin sentir miedo, sin culparse, sin culpar a los otros.
     La intimidad sólo es la posible cuando se ha llegado a eso que llamaban los ilustrados el libre pensamiento, y también a la aceptación del absurdo. La intimidad sigue a un proceso de emancipación que sólo es posible en las culturas en las que el desarrollo del individuo como tal no se considera en sí mismo perverso. Es posible como resultado de una educación sentimental que desgraciadamente está abandonada, preterida, descalificada en muchos casos y desde muchas opciones educativas.
      La mujer lo mismo que el hombre, liberados del trabajo agotador que ocupa todo su tiempo, liberados de los mitos y de la imposición de las morales que incidían en la conciencia, se encuentran con el reto de hacerse cargo de lo que aparece en ellos en ese tiempo muerto que pasa para nada. Se encuentran con el reto de llenar el vacío a base de intimidad, de conseguir su propia intimidad. ¿Cuántos lo consiguen? ¿Cuántos piensan, siquiera, en que tendrían que intentarlo?
      No lo han conseguido, y es muy probable que ni lo hayan intentado, todos los que se aburren, todos los que no soportan el insomnio, todos los que no pueden con la soledad. Todos los que esperan que sean los otros los que llenen su vida. Todos los que necesitan a otro para poder decirse.
      No se ponen en camino o huyen- apenas han dado los primeros pasos - porque tienen miedo. Esa es la palabra clave: el miedo. Miedo a lo que puedan encontrar. Están como el niño pequeño que descubre su sombra pero no sabe lo que es y quiere huir de ella, y lo intenta, y corre, y, el final, busca llorando los brazos de alguien que le libre de ese otro niño que no sabe reconocer.
      Las mujeres han estado más cerca de la intimidad. Los mitos sociales o religiosos las han considerado débiles afectivamente y, por lo mismo, han sido más permisivos con la exteriorización de los sentimientos, aunque también hayan sido terribles cuando no reflejaban los modelos aceptados por la comunidad. Las mujeres, desde niñas, han estado más cerca unas de otras y han sentido un interés por lo que sentían, por lo que iba apareciendo en ellas según se iban acercando a la adolescencia y a la primera juventud. La mediación de las amigas ha sido fundamental, pero los mitos del grupo - el de las amigas, sobre todo, - cerraban cualquier posibilidad de llegar realmente a la aceptación del discurrir de la conciencia, a la soledad radical que ese discurrir implica: a la intimidad, en suma.
Hoy, muchas mujeres han perdido incluso ese acercamiento a ellas mismas. Cerradas a la vida interior por falta de formación y la limitación del lenguaje: aisladas en sus pisos llenos a rebosar de cosas inútiles, convertidos en fondas de hijos displicentes y malhumorados, de hombres que encuentran en el fútbol y poco más un medio seguro de aturdirse, viven una soledad terrible y un deseo de huida que las hace vulnerables a cualquier publicidad, a cualquier forma de entrega que les permita, al menos, sentirse vivas.
      Esas mujeres, que lo mismo están en el pueblo que en la ciudad, que igual pueden ser amas de casa que mujeres que trabajan y se afanan para luego tener que tomar somníferos porque ese tiempo que podía ser para ellas el de su encuentro, es, sin embargo, el que más temen, el que se convierte en una terrible amenaza que sólo los fármacos parecen conjurar.
      Son mujeres que pretenden llenar su vacío con el vacío de los otros. El médico intentará curar su mal incurable: hoy un relajante, mañana un sedante, pasado un somnífero, hasta que la rueda empieza a girar y todas las pastillas no son suficientes para evitar ese tiempo que podrían hacer suyo, en el que podrían vivir en sí mismas y de sí mismas si no tuvieran miedo, si no fueran como el niño que corre asustado queriendo librarse de su propia sombra.
      Alcohol, juego, pastillas, enfermedades mil que sufre el cuerpo cuando empieza a olvidar que es la mente la que no puede con la vida.
      Miedo, soledad, angustia, huida, depresión, histeria. Caminos erráticos que no llevan más que al sufrimiento inútil. Una formación equivocada e insuficiente que no puede atender a la necesidad de encuentro con uno mismo. Encuentro, descubrimiento permanentemente distinto desde el que es posible acercarse a los otros, comprender a los otros, reconciliarse con la soledad y con la vida. No es fácil llegar ahí, pero merece la pena intentarlo. Conquistar la intimidad es quizá la gran tarea de la vida, la que durará toda la vida, la que hará de la vida una tarea apasionante. 

 

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