Martina Martínez Tuya

 

 

El arte de ir viviendo

  

Vivir viene a ser como preparar los polinomios para resolver un sistema de ecuaciones largo y complejo que siempre nos abruma a poco que nos paremos a pensarlo. Es, en definitiva, como ir resolviendo una suma algebraica más o menos larga, más o menos complicada en la que se van a abrir grandes corchetes y dentro de ellos no pocos paréntesis. Cada uno es un reto, una dificultad añadida, un replantemiento que exige nuevas destrezas.

En la vida como en el Álgebra hay letras, términos que suponemos conocidos, pero que las más de las veces sólo lo suponemos, y desde luego incógnitas, momentos difíciles, giros a los que tendremos que dar respuesta aún sin saber exactamente a qué nos enfrentamos.

Quedan los números, pero no hay que olvidar que sólo son cifras que en la realidad multiplican, potencian, dividen o se convierten en números negativos que arrastran con ellos quién sabe cuánto.  Son amplificadores del débito o del beneficio y,  a veces, heraldos de no pocos desastres.

 Viviendo pasamos por etapas llenas de posibilidades conocidas por nosotros o no, susceptibles de que podamos precederlas del signo más, o perderlas con el signo menos. Susceptibles, también, de ser potenciadas en positivo o en negativo, generadoras del orgullo y la satisfacción que nos acercará, - o que confundiremos con la felicidad-, o nos hundirá en la miseria amenazándonos  con lanzar las Furias detrás de nosotros  o arrastrándonos hacia el piélago de la depresión o el sufrimiento indefinido.

 En el Álgebra todo acaba ajustándose si no nos perdemos a la hora de ir resolviendo, pero en la vida no sucede exactamente lo mismo.

En la vida hay que seguir con no pocas incógnitas, que no es tanto que en sí no puedan despejarse como que en el aquí y el ahora de cada uno quedarán siempre en eso: en supuestos términos conocidos que manejaremos como buenamente podamos pero que habrá que olvidarse de que respondan de manera exacta o la nueva operación a la que hemos de enfrentarnos. 

Hay siempre quien da grandes rodeos – porque no domina los sistemas de cálculo o porque cree que si se entretiene el polinomio no se hará más y más largo-. Cree que ignorar lo que puede ser le garantizará la quietud en lo que está; cree que se detendrá el proceso y se irá de vacaciones ese destino atrabiliario o pérfido, reconocido o ignorado, venerado u odiado.

 Llegar a hacerse mayor, entrar en eso que ahora se llama la tercera – o la cuarta- edad es haber hecho ya, con peor o mejor fortuna, infinidad de cálculos.

En otro tiempo se consideraba incuestionable que siempre con éxito. El mayor disfrutaba de un estatus desde el que podía ver el pasado como exitoso y el presente desde una atalaya en la que disfrutar del poder o, al menos, de su triunfo sobre las dificultades de la vida era algo connatural.

Ahora no sólo es que ya no se considera así, sino que el mayor tiene que seguir en ruta; sigue y le obligan a mantener la mente con la agilidad y el buen hacer de un joven. No sólo eso, sino que olvidan – y él mismo olvida- que el arte de seguir no es de de resolver siempre igual sino el de compensar, el de jugar a los números positivos ganándole la partida a los negativos a base de buscar las mejores bazas, los mejores recursos disponibles; que no tienen que ser, que no pueden ser por lo general los mismos de los que disponía en otras fases de la resolución de ese enorme sistema de ecuaciones que resumen su vida , la actividad misma del vivir.

Sólo un ejemplo: se insiste en que será suficiente con mantener la memoria, con prevenir su deterioro. Los menos avisados hasta creen que eso es todo lo que tienen que hacer, que con eso puede estar tranquilos.

Se insiste en mantener la agilidad, la fuerza, la estética del cuerpo que envejece.

No se cansan de hablar de la actividad , entendida  casi siempre como una que garantizará el desarrollo compulsivo de las opciones mil que, desarrolladas o no en otras etapas de la vida, se convierten en una huída acaparadora de la energía que queda y abocada al fracaso y la decepción.

 La Tercera Edad es el tiempo de la mesura, de esa gran virtud por la que se ha definido siempre a aquellos que sin hacerse ilusiones sobre su poder o su fuerza, han vivido y actuado desde la visión certera de las limitaciones y las posibilidades.

 No se trata de un abandono de la actividad física o de la memoria, sino de aceptar los límites y buscar compensar con aquello que sabemos más resistente al paso del tiempo  y que será lo que nos vaya quedando.

La mente, el pensamiento en sus funciones más abstractas y creativas, se deteriora menos que ninguna otra capacidad y mucho más tarde que nuestra memoria, nuestra agilidad, nuestra fuerza y nuestra belleza. Lo mental en su sentido más amplio nos servirá para salir airosos en la lucha contra el olvido – entre otras muchas cosas-, en la búsqueda de la satisfacción del vivir.

La sensibilidad, la afectividad no nos abandonarán si las cultivamos convenientemente, si las seguimos cultivando, hasta que lleguemos a ese límite en el que ya nada importa demasiado.

La Tercera Edad es el tiempo de mimar el espíritu. No sólo nosotros nos beneficiaremos de su cultivo sino también nuestro entorno.

Será, además, nuestra aportación a la vida. En esa etapa lo inútil es obstinarse en competir o mimetizar – sin éxito siempre por lo demás –  la juventud definitivamente perdida. No venimos de la juventud sino de la madurez que debe de ser, al menos, algo bien distinto y más rico en muchos aspectos.

Sólo desde una madurez plena se puede aspirar a una Tercera Edad enriquecedora. Quien vaya con retraso, que se apresure antes de que pierda definitivamente el tren que lleva, también  a esta edad, a los goces del espíritu.

 

    Revista de AMADUMA, octubre 2009

 

 

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