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Adolescentes prisioneros
(Artículo publicado en
Granada Digital,
Plaza Nueva)
20/03/2003
Suena
fuerte, suena muy fuerte el título. Sería terrible si se refiriera a los
adolescentes que están en las cárceles, en los campos de prisioneros, entre
las alambradas de un campo de concentración de cualquier grupo terrorista.
Sería terrible por lo que tiene de vida cercenada, ocluida,
impedida para cualquier felicidad. Es terrible, es - yo creo que aún más
lamentable - que se refiera no a los adolescentes prisioneros de alguien que
actúa desde fuera, sino a adolescentes prisioneros de ellos mismos, de sus
propios impulsos, de eso que genéricamente llamamos las pulsiones o
reacciones que no son capaces de controlar ni de vivir sin que los arrastren
a una conducta descontrolada por insensata que pueda ser, por lesiva que
pueda ser para ellos mismos o para los demás. Son adolescentes, en el
sentido genérico del término, que se encuentran atrapados, incapaces para
reaccionar ante ese mundo que surge en ellos mismos, que es suyo
indudablemente, pero frente al que no tienen ningún poder. Se ven
arrastrados, incapaces para oponerse a eso que sienten, a esas reacciones
que lo que sienten provoca.
Todos los días veo adolescentes, chicos y cada vez más chicas, que
intentan en última instancia justificar lo que han hecho, lo que han dicho
en su incapacidad para controlar sus propias reacciones, como algo de lo que
no pueden escapar, como algo que hacen movidos por una fuerza que les
supera. Profesores desbordados por ese furor sin límites, sin barreras,
amenazándolo todo. Compañeros que tiemblan cuando el objeto de esa ira, de
esa frustración, de esa reacción desaforada los toma como objetivo. Padres y
madres que tienen miedo de esos hijos, que los desconocen en esas reacciones
en las que todo lo que se mueva a su alrededor corre peligro. Es muy bueno,
te dicen, pero tiene un pronto terrible. Me da miedo por él y por lo que le
pase, confiesa más de una madre. No quiero que lo vea así su padre porque
sería espantoso, clama dolorida una mujer que hace poco que ha encontrado un
desconocido en su casa, un hijo que creyó que sería siempre un niño
caprichoso, eso sí, poco obediente también, mal estudiante casi siempre,
pero amante de su madre, cariñoso con ella. Un hijo que descubre poseído por
fuerzas que no controla, prisionero de ellas, sabiéndose incapaz de escapar
a sus reacciones. ¡No puedo! Es su frase más habitual. No pueden dejar de
moverse, ni estar sentados - impensable ya pedir que bien sentados - con las
manos quietas o los pies y las piernas dos minutos en la misma posición, sin
moverlos. Se sorprenden mucho cuando se les dice si alguna vez han pensado
en que esas manos, esas piernas, esos brazos son suyos pero no les hacen
ningún caso. Se sorprenden al darse cuenta de que su poner es menos que nada
y su libertad poco más que una palabra vacía. No puedo, es para ellos más
que la excusa la justificación. Caminan, han caminado desde niños, atrapados
entre el me gusta y el no me gusta, el me apetece y no me apetece. Han
caminado prisioneros de algo que sólo les ha valido porque nunca han tenido
que enfrentarse a la realidad ni de sí mismos ni de los otros, ni a la
realidad sin más. Protegidos, mimados, consentidos, estos reyes de la casa
crecen mientras se creen, no reyes, sino dioses.
Jamás han obedecido una orden. Ellos esperan ser convencidos - con
mejores o peores artes - para hacer o dejar de hacer porque lo desean, lo
quieren ( haciendo como es costumbre un uso incorrecto de ese verbo querer
que tiene que ver con la voluntad y no con el deseo). Sus vidas están
reducidas a un mundo en el que cualquier novedad cuesta el esfuerzo de
acercarse a ella sin saber cuál va a ser la respuesta del interés. Demasiado
riesgo. Ellos sólo harán lo que deseen. Trabajarán en lo que les guste,
comerán lo que les guste y sólo eso. Responderán a los demás sobre la base
de ese talante del momento que han erigido, ellos y los que les rodean, en
criterio. Crecen convencidos de que no existe nada, ni debe existir nada que
les pueda contrariar. Crecen y el mundo se hace más y más grande. Están más
y más desprotegidos. Lo que eran simples deseos se convierten en impulsos
fuertes que implican a los otros. Esos otros que empiezan a no doblegarse a
sus caprichos, que a su vez y muchas veces tampoco puede decirse que sean
muy controlados. Quieren cosas que ya no se consiguen doblegando la voluntad
de próximos o extraños, sino dándose órdenes y obedeciéndolas. Esos reyes de
la casa se dan cuenta de que en el mundo que ha crecido desmesuradamente en
torno a ellos nadie está dispuesto a obedecerles, a sacarles de los
problemas en los que se meten, a procurarles aquello que desean o a
librarles de lo que no les gusta.
Su mundo aún no es el ancho mundo, sino un entorno que los protege
de lo peor, pero que ya no puede hacer casi nada para protegerlos de eso que
surge en ellos, que se apodera de ellos, que les hace pasar a la conducta
más desaforada, más destructiva, más lúcida en la medida en que se están
dando cuenta de que quieren con ese poder romper el mundo pero ese poder los
sobrepasa, los reduce a meros esclavos que actúan forzados, obligados.
Después de una de esas experiencias su vida cambia. El mundo, los
otros, ya no son ni lo mismo ni los mismos. Son extraños que se retraen, que
se alejan si pueden, que les hacen el vacío y el silencio. Si alguno se les
acerca es para utilizarlos, para que sirvan de ariete, para que una vez
puestos de nuevo en esa marcha loca ya no puedan detenerse y hagan lo que
les mandan. Si no son demasiado torpes entienden la situación y se aíslan,
se retraen, procuran desentenderse de casi todo por miedo a verse otra vez
en esa situación de descontrol. No sale, dicen las madres con frecuencia, no
tiene amigos; en la casa no habla, a sus hermanos no les dirige la palabra y
si lo hace es para responder de mala manera. En las clases puede confundirse
con la mesa durante horas o aprovechar una clase indisciplinada para hablar
poco y sin gran interés o hacer juegos en general infantiles y torpes con
los que intentar llamar la atención y hacerse perdonar por los compañeros.
Un alumno así es insistente y carece de límites. Le pillan siempre o casi,
le castigan, se siente herido, recibe el golpe como una injusticia y estalla
de nuevo. Vuelta a empezar. A empezar pero no lo mismo, sino mucho peor. Tan
mal como el prisionero que ha intentado una fuga y ha fracasado.
¿Es tan difícil entender que ser libre es ser capaz de darse
órdenes y obedecerlas? ¿ Es tan difícil entender que aprendemos a
obedecernos en la infancia, cuando nos obligan a obedecer? No es difícil, no
debería serlo. ¡ Es tan triste y tan terrible ver cuántos adolescentes son
prisioneros de sí mismos, siendo tan casi imposible poder liberar a la
mayoría una vez que ya están atrapados en el fracaso de empezar a vivir! ¡
Es tan triste saber que no se les enseña a ser libres cuando habría que
hacerlo, cuando es fácil que aprendan! Desaprovechado ese tiempo, más tarde,
resulta casi imposible hacerlo |