DESTINO: Fuente el Saz de
Jarama (III) Parada y fonda
Yo ya lo sabía, lo supe
dos minutos antes cuando aquella mujer amable, y un tanto enterada, me
contó lo de la escuela de párvulos y la promesa del alcalde. Sabía que
no volvería a Madrid ni aquel día - el coche salía temprano en dirección
a la capital -, ni al día siguiente. Sabía que sólo si había suerte y
encontraba a alguien que me llevara podría volver a Madrid el sábado por
la tarde y regresar el lunes. Si no era así, el pueblo sería mi destino
hasta que la Delegación enviase, quién sabe si a las dos o las tres
semanas, mi excedencia.
El alcalde fue amable, correcto en todo
momento, obsequioso casi, pero sin ceder un ápice en aquello de : Ud, no
podrá marcharse hasta que no llegue su excedencia.
¿Cuánto tarda en llegar una carta de Fuente
el Saz a Madrid? ¿Sirve de algo mandarla urgente? ¿Cuánto tarda en
llegar una instancia a la comisión que revisa las peticiones de
excedencia, que las informa, que las pasa de un despacho a otro? ¿Qué
mesa no las hace aguardar con una excusa o sin ella? ¿Cuánto esperan
para cada firma, para cada sello? ¿Quién concede la excedencia, quién
hace el papel, quién la firma y cuándo? Tiempos, tiempos imprevisibles.
Olvidos, descuidos, prisas que posponen la vida de los funcionarios
siguiendo unas rutas mágicas e indescifrables. ¿Cuánto poder tiene un
alcalde, entonces presidente de la Junta Escolar del pueblo y al que
todo maestro había de pedir permiso para ausentarse, para detener un
papel aquí un poco y allí otro poco? ¿A quién podía yo acudir para
agilizar las cosas? ¿Cómo saber exactamente cuánto duraría esa
interrupción de mi vida en Madrid con los estudios en la Universidad,
mis clases aquí y allí, todo lo que había dejado pendiente confiando en
que podría hacer lo que venía siendo habitual: llegar al pueblo,
presentarse, firmar los papeles, encontrar la manera de no tener que
volver a por el cese y regresar a Madrid. Al cabo de unos días llegaba
la excedencia; se guardaba cuidadosamente y se cerraba aquel episodio
del destino en un pueblo cualquiera. Yo pensaba en todo esto mientras la
conversación con el alcalde se centraba en el pueblo, en el hecho de que
la escuela, mi escuela, era nueva, en que tenía una buena estufa de
carbón que me encendería bien temprano y cada mañana el alguacil.
También tenía una casa, al lado de la escuela, nueva, sin estrenar, pero
era comprensible que no viviera en ella, que no la amueblara sólo para
unos días.
El Sr. Alcalde estaba seguro de que la tía
Irunda querría alquilarme una habitación, más que eso, que me hospedaría
en régimen de pensión completa. El Sr. Alcalde quería que entendiera que
aquel no era un mal pueblo, que allí estaría bien, que tendría muchas
permanencias. Diré para los más jóvenes que las permanencias eran una
clase particular, una hora todos los días de cinco a seis por la que los
padres pagaban cincuenta pesetas al mes. Un maestro ganaba poco, muy
poco. Lo justo para pagar la pensión. Las permanencias eran su sueldo
libre. Las clases numerosas eran muy interesantes en esas condiciones.
Mi clase era numerosa, pero además yo podría tener permanencias para las
niñas de la unitaria, ya que la maestra no quería darlas. ¡ Un panorama
sin duda prometedor, pero no para mí!. Yo quería volver a la capital, yo
tenía allí estudios y trabajo. Yo ganaba mucho más dinero que con las
permanencias y vivía en casa de mis padres. Yo miraba aquellas calles
que sólo el frío hacía transitables, aquellas calles que anunciaban
barros sin fin, hielos por la noche, soledad y silencio.
Dejamos el ayuntamiento para ir en busca de
la casa de la tía Irunda. Estaba muy cerca, pero sin duda una línea
imprecisa la separaba de lo que podía considerarse el centro del pueblo.
Unos metros, pero otro mundo. Casas reducidas a la mitad, a menos de la
mitad en altura y categoría. A la izquierda unas tapias de un corral que
a juzgar por las huellas heladas del suelo servía para recoger ovejas.
Salvada la esquina, varias casas bajas, pocas, muy pocas, con aspecto de
casas de adobe o algo parecido, con ventanas pequeñas, con puertas bajas
repintadas una y otra vez. Después, el campo. El pueblo terminaba allí
mismo, en una calle que se agotaba a sólo unos metros de la última casa.
El Sr. Alcalde llamó a la segunda o tercera
puerta y salió una mujer joven, muy joven, casi de mi edad. Nos hizo
pasar y llamó a su madre. Apareció la tía Irunda. Es así como yo siempre
he imaginado a la mujer de pueblo, a la mujer que se mantiene ágil a
pesar de los años, redondeada, pero no gruesa, con los ojos vivos y la
lengua dispuesta para la conversación. Nos recibió como si nos esperara;
puede que realmente ya nos estuviera esperando. La joven que nos abrió
la puerta era su hija y una niña que no tardó en acudir y que tendría
unos tres años, era su nieta. No, no era la hija de la joven, sino de
una hermana más mayor que se había a trabajar a Suiza, o a Bélgica.
Cuando apareció la niña la tía Irunda comentó: que pena que sólo tenga
tres años, si tuviera cuatro se la podría Ud. llevar a la escuela.
¿Quién le había dicho que yo era la maestra? El alcalde no había tenido
tiempo de ir más allá del frío que hacía, de cómo podía nevar en
cualquier momento, del calorcito de aquella sala, a la derecha del
portal y a la que nos había hecho pasar. Sabe, me dijo, me llaman
Irunda, pero me llamo Erundina. Erundina es mucho más bonito, dije yo.
Lo pensaba realmente, pero quizá el mucho sobraba.
¡ Es estupendo eso de no tener que pedir las cosas, eso de que "adivinen" a qué llega una desconocida que va acompañada por el Sr. Alcalde. Estaba decidido. Tendría una habitación al fondo de la casa, pasada la cocina, a la derecha de una especie de pasillo más ancho que daba directamente al corral. Me dio el precio, por mes claro. Dio por hecho que yo aceptaba. Aquella habitación era, al parecer, la única disponible en el pueblo. Pensé que me enseñaría la casa, que podría ver mi habitación, que me quedaría allí para arreglar mis cosas, las pocas que llevaba, pero desde que llegué al pueblo seguía un programa preestablecido, diseñado para mí sin haberme pedido opinión. Deje aquí sus cosas, medió el alcalde. Vamos a tomar un café y luego podrá ver la escuela y saludar a sus compañeros. Nos despedimos de aquellas dos mujeres. Dejé mi equipaje, dije adios con la mano a la niña y volvimos a la tierra dura pisada y pisada por las ovejas que dormían en aquel corral de enfrente. Yo no pensaba en nada, ya no podía pensar en nada como no fuera en aquel café prometido, en el calor de aquel café, en que quizá allí donde humeara habría una estufa, una chimenea, algo que hiciera entrar en calor mis pies ateridos, mis pobres piernas que se movían con toda normalidad pero que yo sentía como de madera, como corcho, como si fueran las de una marioneta.
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