El viaje más apasionante
Decía Lope, ya saben,
nuestro Gran Lope de Vega:
“A
mis soledades voy,
de mis soledades vengo,
…”
Y concluía:
“¡…
que con venir de mí mismo,
no puedo venir de más lejos!”
Ese viaje es el más
largo de todos. Hacen falta años para iniciarlo. Muchos han muerto sin
haberlo hecho nunca. Más de uno lo empieza y no sabe cómo seguir, no sabe
cómo hacer que el mundo se detenga y él pueda apearse en la primera
estación. Es un viaje que una vez iniciado no tiene retorno.
La infancia desconoce el plano profundo de la personalidad, ese volverse
hacia uno mismo y seguirse como si se estuviera viendo a otro.
La primera
adolescencia sospecha de esas profundidades del alma y si no encuentra ayuda
será difícil que tenga el valor o la oportunidad de ir caminando hacia eso
que llamamos el sí mismo.
Para muchos, ese
tiempo de la sospecha es ya el final del trayecto. No seguirán. Estarán
distraídos con otras cosas. Iniciarán el camino de la huída antes de saber
que estaban en camino y que están huyendo. Ellos no lo saben pero antes o
después tendrán que ponerse en la ruta. Un hecho cualquiera, un vaivén
cualquiera en sus vidas les obligará a detenerse y estarán solos, y no habrá
nada que mirar como no sea ese fondo de donde todo surge y donde todo se
agota. Estarán de viaje inesperadamente, fuera de todos sus refugios, lejos
de cualquier punto de partida que pueda resultarles familiar.
El viaje hacia uno mismo está lleno de sorpresas, de paisajes no fáciles de
transitar, de vueltas y revueltas que presumimos llenas de amenazas, de
esperanzas, de lugares insólitos y no pocas veces abismales, pero que con
mucha frecuencia descubrimos de forma totalmente distinta de cómo los
habíamos previsto. Ese viaje es para muchos un averno del que huyen de
cualquier forma, con cualquier excusa, perdiéndose en no importa qué
laberintos y entregando peajes imposibles en la ruta desquiciada de la
huída.
“A mis soledades voy,
de mis
soledades vengo,
…”
Escribía
Lope.
Viaje siempre en soledad. Viaje con recorridos infinitos, con recorridos
siempre distintos, jamás repetidos.
Viaje en el que
podemos zambullirnos sin descanso en ese mar profundo que somos, cuando sólo
somos conciencia.
Este viaje es siempre, debe de ser siempre, en libertad, para que no se
convierta en una pesadísima carga.
No se llega a esa
libertad sin esfuerzo. No se divisa ese mundo de uno mismo por el simple
hecho de hacerse mayor, de superar la infancia, de entrar en las
contradicciones de la primera adolescencia.
Hay un momento en
la vida de cada cual en el que hay que decidir: entre caminar hacia uno
mismo o iniciar la huída.
Ese momento es el
de darse cuenta de esa soledad radical del ser humano, es aquel en el que
quedan inservibles todos los recursos aprendidos para vivir siempre en lo
objetivo, en los esquemas, en las creencias en las que todo ajusta, en la
que no hay fisuras en la comprensión de la existencia. Ese es el momento de
la verdad, ese en el que nos sentimos radicalmente solos, incomunicables,
distintos de todos los demás y distintos también de nosotros mismos en cada
instante.
Hay quien llega a esa experiencia poco después de haber dejado de ser un
niño, en eso que se llama la adolescencia cuando realmente lo es.
Hay quien tarda
años en vivir esa soledad.
Lo cierto es que
todo aquel que vive lo suficiente acaba un día u otro en la conciencia de
eso que suele conocerse como la conciencia de la separatividad.
Cuanto más tarde en vivirlo, más difícil será superar ese punto sin retorno.
Cuando una sociedad
se mueve muy rápidamente, cuando los ritos dejan de serlo para convertirse
en meras mascaradas, cuando la vida empieza ser imprevisible todos aquellos
que escaparon a ese momento de realidad durante años llegan sorpresivamente
a él. Ellos también tendrán que elegir: caminar hacia ellos mismos o salir
corriendo – si pueden-.
Los que huyen de
esas rutas son capaces de hacer kilómetros en un deseo infinito de no
encontrarse. Tanto se temen, tanto temen la soledad con ellos mismos que
cualquier momento de reposo se convierte en una amenaza. Son como el niño
pequeño que huye de la propia sombra: cuando deja de verla sólo es porque la
tiene detrás. Cuando pasa la luz y la descubre delante, se aterra. Sólo
cuando acepta que tiene sombra puede volver a caminar tranquilo.
Viajes
apasionantes en el fondo de uno mismo. Compañía que nunca falla, que siempre
está ahí. Mundos infinitamente distintos que nos esperan para ser
descubiertos. Mundos que deben escapar a cualquier juicio moral para que
podamos descubrirlos mientras nuestra vida hacia afuera, la vida que los
otros ven, ignora nuestro viaje.
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