El mundo desencantado
Decía Chateaubriand: “el hombre moderno tiene deseos, pero ya no tiene
ilusiones”
Es tanto como afirmar que el hombre moderno, a cambio de otras cosas, ha
perdido las ilusiones, y esa es una gran pérdida – sobre todo cuando no se
es consciente de ella y se persigue el imposible de tenerlas, de
procurárselas, de lamentarse creyendo que alguien nos las ha quitado o que
pagando un precio alguien puede devolvérnoslas.
Chateaubriand habla
del hombre moderno, pero eso algo genérico en sí mismo y un tanto impreciso.
Hay un tiempo muy distinto para la incorporación a los momentos de la
cultura. Según el lugar, la clase social, la educación recibida, el ámbito
en el que se desarrolla la vida se puede estar en tiempos muy distintos
-incluso con siglos de diferencia-.
Se puede, también, estar
en un tiempo diferente según para qué cosas.
Hay quien quiere
adelantarse al tiempo en que vive y hay quien quisiera parar todos los
relojes y acabar con el calendario para no saber en qué tiempo real está y
poder tener la ilusión de vivir en el que ha elegido. Hay quien quiere todo
eso pero para unas cosas sí y para otras no. No faltan los que creen que
quieren el futuro, cuando en realidad sólo quieren el pasado con la cara
lavada, o con otra cara.
Los más, pueden
tener todas esas contradicciones sin darse realmente cuenta de ello.
Pasan siglos antes
de que las ideas, las condiciones de un paso dado en la concepción del mundo
y de la vida salten desde las elites bienpensantes hasta ese común que
solemos denominar como gente, como la mayoría de la gente. Casi siempre lo
hacen, además, de forma mediatizada por la técnica, los cambios económicos,
los desastres que muchas contradicciones – que no alcanzan a comprender- han
ido generando.
Ese hombre moderno
de Chateaubriand que había perdido las ilusiones no es alguien del pasado en
lo que a la gente en general se refiere. No se sitúa en el prerromanticismo
del autor de El genio del Cristianismo, sino que puede ser el hombre de hoy,
la mujer de hoy, el joven de hoy.
Haríamos bien en leer a los que en su momento
asistieron a uno de los muchos giros importantes en la historia de la
humanidad y dieron cuenta de ello. Podrían ayudarnos a comprender; y muchas
veces aliviarían la tensión de nuestras vidas- provocada con frecuencia por
el intento inútil de perseguir no pocos imposibles-
Ha sido la técnica la que a los más nos ha colocado de lleno en ese mundo
“moderno” que había iniciado su andadura allá por el siglo XVI.
Hemos sido una
sociedad que con frecuencia se ha resistido a entrar en la modernidad, que
otras veces no ha tenido la oportunidad de hacerlo.
El cambio, el gran cambio que ha afectado a todo el mundo en general y que
ha supuesto un movimiento de ascenso social sin precedentes - y que parecía
que no tendría límites ni otras consecuencias-, es relativamente reciente.
Empezó más o menos
con mi generación. Mi generación fue la de la satisfacción por encontrarse
en la modernidad; es la que ha representado más que ninguna otra esa
conciencia de que lo moderno era – indiscutiblemente- lo mejor, sin más. Sé
que más de uno me replicaría que eso ya lo dijo uno, dos o tres siglos antes
tal filósofo, tal pedagogo o tal escritor. De acuerdo, pero yo no me refiero
a los que van abriendo camino a la humanidad, sino a esa humanidad que
camina como puede, sin saber demasiado incluso si camina. Me refiero a
la gente del común, como se decía, del montón: la gente, uno cualquiera.
Éramos niños cuando se abría paso en la gran mayoría la idea de que los
niños eran algo valioso en sí mismo, algo que había que cuidar, que mimar,
que mantener sin esperar nada a cambio. El trabajo infantil – general en las
clases populares hasta entonces- empezó a ser algo poco común y bastante mal
visto salvo que mediara una necesidad básica en la familia. Toda una
generación de padres se sacrificó por sus hijos, empezando por procurar
tener pocos para poder atenderlos debidamente.
Fuimos esos niños y
adolescentes que pronto supieron más que sus padres, que les fue reconocido
ese saber.
Fuimos profesionales a los que se dio un plus de dominio de sus profesiones
justamente por ser jóvenes. La tradición empezó a ser sospechosa. La vejez
también.
Somos una generación que ha conocido grandes cambios en la vida, en nuestras
vidas.
Fuimos los más a la hora de acceder a ese mundo maravilloso de la radio.
Hasta nosotros la radio había sido algo muy restringido, limitado a muy poca
gente. La radio nos trajo la música a casa. Todo el mundo pudo oír un gran
concierto, una ópera. Nos trajo aquel teatro radiofónico que acercó las
grandes obras a mucha gente. Trajo otras cosas: el ruido en los patios, los
seriales, la publicidad.
Nos sentamos
maravillados ante las primeras televisiones. Era el cine, los espectáculos
en casa, en el bar, allí al alcance de todos. Eso y más publicidad, mejor
publicidad, más directa, más encanallada a menudo.
Tuvimos teléfono,
ese lujo al que casi no habíamos pensado en aspirar. ¡Nunca se había hablado
tanto del tiempo entre familiares y amigos!
Empezamos a viajar,
a ir de acá para allá; no a algo, sino por ir, por ver, por conocer, por
distraernos.
Hemos disfrutado de otras muchas cosas que pueden parecer menos llamativas
pero que han sido más importantes si cabe.
A la mujer, al ama
de casa, no la han liberado de la esclavitud cotidiana las feministas, sino
el butano y la olla exprés. En su ayuda llegó la nevera: primero de aquellas
que había que ponerles hielo y poco después el frigorífico.
Conocimos las primeras
lavadoras y luego- enseguida- las automáticas.
Dejamos de ponernos de
rodillas gracias a la fregona.
Tenemos que hacer un
verdadero esfuerzo para recordar que hemos vivido en un mundo sin plástico,
que no había tergal, ni detergentes, ni pañales para los niños y para los no
niños, ni compresas que aliviaran la vida de la mayoría de las mujeres.
¿Cuántas más cosas
– grandes y pequeñas- han cambiado en muy poco tiempo nuestras vidas?
Más y más cosas hemos compartido con los que son nuestros hijos y ahora con
nuestros nietos, pero no es lo mismo. Aquel tiempo fue la eclosión, la gran
eclosión.
La ciencia, que había dado paso al mundo moderno desde el siglo XVI, había
ido transformando la realidad poco a poco. La técnica desbocó su carrera en
el siglo XX y se impuso en la vida cotidiana de todo el mundo.
La técnica nos metía, nos iba metiendo solapadamente en su mundo descreído.
La técnica dinamitó
las costumbres, las tradiciones, los usos, los oficios, los tiempos.
Desnaturalizó los ritos y convirtió en mascaradas los rituales. Sin darnos
cuenta, la modernidad nos fue dejando sin sabiduría.
Todo fue, poco a
poco, confiado los Expertos.
La tecnología nos
dio la puntilla.
Henos aquí,
corriendo para no perder el ritmo, indefensos, más incompetentes, menos
autónomos y con menos autoestima.
La gran tragedia de
los adultos es que hay demasiadas cosas que no sabemos. Tampoco alcanzamos
ya a comprender demasiado bien por dónde va la vida. Lo peor: nos
avergonzamos de lo que sí sabemos.
Con este panorama
no hay quien tenga una ilusión y sin una ilusión no hay proyecto que
aguante. Tenemos deseos, pero, sin ilusiones no hay manera de articularlos,
de hacer un plan para realmente satisfacerlos. Falta, además y con demasiada
frecuencia, la valentía de entregarnos a la acción.
Todo es puntual,
pulsátil, devorador de lo anterior, más o menos intenso pero siempre
aislado: un destello que es a nuestra hambre de ser como un aperitivo. Ni
sacia, ni tiene continuidad, pero abre más el apetito.
Y por si fuera
poco, nunca como ahora ha habido tantos vendedores de ilusiones
Mal camino llevará el que crea que alguien, que algo va a curar su
enfermedad de hombre moderno.
Somos enfermos
crónicos. Más vale que lo reconozcamos y que nos apliquemos en el difícil
arte de hacer la vida llevadera buscando intereses cuyos objetivos nos sean
asequibles y no tengan más medida que nosotros mismos.
No tiene sentido
que suframos la enfermedad, las consecuencias de no aceptarla y los efectos
devastadores de las medicinas que sólo pueden empeorarla.
Primero será
rebobinar para comprender lo más que se pueda. Pero cuidado: comprender no
es resolver, sólo es saber, sentir y estar en condiciones de evitar el dolor
innecesario.
Lo más sensato es
aprovechar todo lo que nos ofrecen estos tiempos modernos con discernimiento
y sin idolatría.
¡Terrible la idolatría del progreso! ¡Con qué facilidad el progreso se queda
en lo progre!
Hasta puede que
consigamos volver a tender puentes entre nuestra generación y las que nos
siguen, – sin olvidar a las que nos han precedido-.
Los jóvenes, a
veces, fanfarronean, pero están en nuestro mismo barco y tan perdidos -al
menos- como nosotros.
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